Los lunes son una trampa. Te despiertas con esperanzas, café y una falsa sensación de control… y el universo te recuerda que sigues siendo tú.
Hoy, por ejemplo, llegué a la oficina decidida a tener un día productivo. Iba a revisar correos, fingir que me importa el nuevo informe de ventas y, si el cosmos era generoso, almorzar sin derramar nada encima.
Pero no. Porque ahí estaba. Sobre mi escritorio.
Gigante. Dramático. Con olor a perfume caro y culpa floral.
Un ramo de flores.
De esos que parecen decir “mi culpa pesa tanto que necesito que todo el departamento lo sepa”. Rosas rojas, lirios, algo que creo que era eucalipto (porque siempre hay eucalipto, aunque nadie sepa por qué).
Y una tarjetita. Blanca. Inocente. Con su letra cursiva inconfundible.
“Dame otra oportunidad. —David.”
Lo miré un largo minuto. Suspiré. Y sin siquiera pestañear, rompí la tarjeta en dos.
—Quizás en la otra vida, David —murmuré mientras la arrojaba al basurero y acomodaba las flores en un florero improvisado (léase: el jarrón de vidrio en el que mi planta va a morir otra vez).
Suspiré. Ese hombre tenía la habilidad de convertir cualquier cierre digno en una comedia romántica de bajo presupuesto.
Ceremonia de cierre, capítulo superado. O eso quise creer.
—¿Qué fue eso? —preguntó Diana, mi mejor amiga y compañera de cubículo y la voz de la cordura… cuando no está comiendo Doritos a escondidas detrás del monitor; con una sonrisa que olía a curiosidad y chisme fresco.
—Un acto simbólico —respondí—. Ceremonia de entierro de relaciones fallidas.
—Ah, ¿te volvió a escribir el idiota ese?
—Me mandó flores.
—¿Flores? —repitió, levantándose para chusmear el florero—. Wow. Tiene complejo de jardín botánico.
—Sí. Y también de drama.
Diana sonrió con ese brillo malicioso que solo aparece cuando huele chisme fresco. —¿Y por qué terminaste con él, al final? Si hasta te hacía desayunos y todo.
Me encogí de hombros. —Porque es un conejito.
Silencio. Parpadeo. Ella se quedó mirándome como si acabara de confesar que adopté una mascota y la abandoné en el bosque.
—¿Un conejito? ¿Y eso es malo? —preguntó finalmente—. Son adorables.
Suspiré. Aquí viene el momento pedagógico.
—Sí, pero no cuando hablamos de la cama.
—¿Cómo que no?
—Porque, querida, también lo es en la cama.
Pausa dramática. Su rostro pasó de confusión a iluminación en tres segundos exactos.
—¿Oh… ohhh?
—Exacto —dije, asintiendo con solemnidad—. Sesenta segundos de pasión. Un minuto cronometrado. Lo que dura un comercial de shampoo.
Diana soltó una carcajada tan fuerte que media oficina giró a mirarnos. Yo intenté mantener la compostura, pero la imagen mental de David diciendo “ya” antes de empezar fue demasiado. Nos doblamos de risa, tapándonos la boca con los informes de marketing, porque claro, hay que disimular que estamos “analizando datos”.
—No, pero espera —dijo Diana entre risas—. Tal vez tenía prisa.
—¿Prisa? ¿Todas las veces? A menos que esté entrenando para el récord Guinness de velocidad… no.
Y ahí explotamos otra vez.
Justo entonces apareció Marcos, nuestro jefe. O, como lo llamamos internamente: El Dragón del Departamento. Alto, traje perfecto, cabello peinado con precisión matemática, y esa mirada que hace que te arrepientas hasta de haber nacido.
—¿Se puede saber qué pasa aquí? —preguntó, cruzando los brazos.
Yo, todavía intentando recuperar el aire, me quedé callada.
Diana, por supuesto, decidió que era el mejor momento de su vida para hablar.
—Nada grave, jefe. Es que Amara cortó con su novio… porque era un conejito.
Marcos frunció el ceño.
—¿Un qué?
—Un conejito —repitió ella con toda la seriedad del mundo.
Y ahí supe que estábamos perdidas.
Marcos nos miró, claramente arrepentido de haber preguntado.
—¿Y eso qué significa?
Yo debería haberme callado. De verdad.
Pero cuando uno tiene talento para el desastre, no puede evitarlo.
—Significa —dije, con la voz más profesional posible— que duraba un minuto.
El silencio que siguió fue histórico. Diana se tapó la boca. Marcos me miró con la expresión de un hombre que acaba de escuchar más información de la que deseaba procesar en toda su vida laboral.
Y entonces, de la nada, soltó una risa.
Sí. Rió. Nuestro jefe. El Dragón.
Una risa contenida al principio, y luego más abierta, hasta que los tres estábamos riendo como adolescentes en un recreo.
—Bueno —dijo finalmente, intentando recuperar la compostura—. Supongo que hay cosas que no se pueden medir en productividad.
—Ni en minutos —agregué.
Diana casi se cae de la silla.
Marcos levantó las manos.
—Por favor, si alguien pregunta, esto nunca pasó.
Y se fue riendo, con la cabeza moviéndose de lado a lado, murmurando algo sobre “RRHH va a matarme”.
Diana me miró con los ojos brillando.
—Amara, acabas de lograrlo. Has hecho reír al jefe.
—Sí, pero ahora mi vida sexual es material de anécdota corporativa.
—Vale la pena —dijo, levantando su café en señal de brindis—. Por los conejitos que nos hacen valorar a los lobos.
—¿Lobos?
—Sí, los que duran, muerden y te dejan sin aliento.
—Por favor, cállate —dije entre risas—. Hay gente escuchando.
Pero la verdad es que su frase me quedó dando vueltas. Lobos que duran…
—No te quejes, al menos es material para un libro.
Suspiré.
—Título: Cómo romper con un conejito y sobrevivir a las flores del arrepentimiento.
—Yo lo compraría —dijo ella, dándole un sorbo a su café.
Nos miramos un segundo y volvimos a reír.
El tipo de Marketing volvió a fruncir el ceño.
Las flores seguían ahí, brillantes y preciosas, recordándome que el amor a veces se disfraza de disculpa floral y otras, de desafío con ojos serenos al otro lado del pasillo.