A veces creo que Cupido no me odia. Simplemente se entretiene conmigo. Como esos gatos que encuentran un ratón y no lo matan, solo lo lanzan por el aire una y otra vez. Yo soy ese ratón. Con perfume de vainilla y un sueldo mínimo.
Era martes —porque las tragedias sentimentales nunca ocurren en viernes, siempre en martes— cuando llegaron los chocolates. Una caja enorme, envuelta con papel dorado y un lazo que parecía haber sido amarrado por alguien con exceso de entusiasmo y cero noción del espacio personal.
—¿De quién son? —pregunta Diana, mi compañera de trabajo y autoproclamada terapeuta emocional desde que me vio llorar por un tipo que me ghosteó en 2019. Asumo que está pensando lo mismo que yo, pero ella lo dice primero.
—¿David?
Resoplo tan fuerte que casi vuelo las servilletas del escritorio.
—No, por favor. David es diabético, menos va a mandar chocolates.
—Entonces, ¿quién? —Diana me mira con esa mezcla de curiosidad y morbo con la que una ve una teleserie turca.
—Patricio —respondo, haciendo una pausa dramática que bien podría tener banda sonora.
Ella levanta una ceja.
—¿Quién es Patricio?
Ah, la pregunta del millón.
—Un tipo que conocí en una cafetería —digo, y hago un gesto casual con la mano, como si conocer hombres en cafeterías fuera algo tan normal como pedir un latte descafeinado. —Me juró que fue amor a primera vista.
Nos miramos. Y al unísono, decimos:
—¡Naaaaaaaaaa! —y estallamos en risas tan escandalosas que la señora del escritorio de al lado nos lanza una mirada de desaprobación digna de una tía en misa.
—¿Y tú le creíste?
—Claro que no, pero los muffins de esa cafetería son buenísimos.
Cuando por fin recuperamos el aire, Diana dice, todavía riéndose:
—Vamos a ver cuánto te dura este.
Spoiler: no mucho.
Una semana después, entro a la oficina con algo brillando en el dedo.
Y no, no es un anillo de fantasía del puesto de la esquina.
Es un anillo de compromiso.
Sí. Lo sé. No me mires así.
—¿Qué. Es. Eso? —Diana apunta el dedo como si fuera un detector de idiotas sentimentales y acabara de pitar.
—Esto —digo, levantando la mano— significa que debo entablar una orden de alejamiento.
—¿Perdón? —susurra, con cara de que necesita palomitas.
—Patricio me propuso matrimonio.
—¿Qué? ¿Cuánto llevan saliendo?
—Dos semanas.
—¿Dos… semanas?
Asiento solemnemente.
—Pero tranquila, me quedo con el anillo. Por las molestias.
Nos reímos tanto que empiezo a pensar que deberíamos abrir una cuenta de TikTok solo para documentar mi vida amorosa. Sería contenido premium.
Al día siguiente, decido hacer lo correcto: terminar con Patricio.
Lo cito en la misma cafetería donde nos conocimos. Por cerrar ciclos y porque el muffin de frambuesa merecía una despedida digna.
Llego puntual. Él también. Trae una sonrisa enorme, de esas que ya huelen a desastre.
—Patricio —digo, con voz suave.
—Mi amor, pensé que venías a almorzar conmigo.
—No, vengo a devolverte esto. —Saco el anillo del bolsillo y lo pongo sobre la mesa como quien devuelve un producto defectuoso.
Él frunce el ceño.
—¿Qué significa esto?
—Significa que esto no va a funcionar.
—¿Por qué? —me pregunta, con esa mirada de cachorro confundido que debería venir con una advertencia.
—Porque no me gusta casarme con desconocidos. Ni con conocidos. Ni con nadie, la verdad.
Silencio. Un silencio incómodo. De esos que hacen que una empiece a contar mentalmente las manchas del mantel.
Entonces, su expresión cambia.
—No puedes dejarme. —Dice, con voz baja.
—Ah, claro que puedo. Es bastante sencillo, mira: te dejo.
Pero él no se lo toma bien. Se levanta, me agarra del brazo con fuerza.
—Tú eres mía —gruñe.
Y ahí, mi sentido arácnido interno grita: “Red flag, red flag, red flag”.
Estoy a punto de decirle algo muy poco amable cuando, de la nada, aparece él. Un tipo alto, de ojos verdes, camisa blanca arremangada y esa mezcla de perfume caro y amenaza suave que solo tienen los hombres que no te buscan, pero igual te encuentran.
—Ella dijo que la soltaras —dice, con voz grave.
Patricio lo ignora.
—Te sugiero que la sueltes antes de que tenga que llamar a la policía —añade el desconocido, con una calma peligrosa.
Patricio me suelta.
Yo lo miro, luego al tipo nuevo, y decido que no necesito más drama.
—Gracias —le digo, con la dignidad de quien acaba de sobrevivir a otro episodio de su tragicomedia romántica.
Y me voy. Sin muffin.
Lo cual, honestamente, fue lo peor del día.
Cuando llego a la oficina, Diana ya está esperándome con su café y su eterna expresión de “¿qué hiciste ahora?”.
—¿Y bien? —pregunta antes siquiera de que me siente.
—Terminamos.
—¿Y qué pasó?
—Digamos que Patricio no tomó bien la noticia.
—¿Te gritó?
—Me agarró del brazo.
—¡¿Qué?!
Levanto una mano, pidiendo calma.
—Tranquila, apareció un tipo y lo hizo soltarme.
—¿Qué tipo?
—Uno guapo. Muy guapo. Nivel anuncio de perfume francés.
Diana abre los ojos.
—¿Y te pidió tu número?
—No.
—¿Y tú el suyo?
—Tampoco.
—¡¿Qué?! ¡Amara! —golpea el escritorio—. ¿Qué te pasa?
—Me pasa que estaba ocupada no siendo secuestrada, ¿ok?
Nos miramos.
Y estallamos en carcajadas otra vez.
—Amara, en serio —dice Diana, cuando por fin puede hablar—, deberías escribir un libro con tus historias amorosas.
—Sí, se llamaría Manual de instrucciones para atraer lunáticos (y algún que otro guapo salvador).
—O Cómo sobrevivir a los hombres sin perder el sentido del humor.
—O El día que casi me caso por error.
Reímos hasta que nuestro jefe, Marcos, asoma la cabeza por la puerta. Otra vez.
—¿Qué está pasando aquí? —pregunta con ese tono mezcla de “me importan” y “pero si me hacen reír, no los despido”.