El universo tiene un sentido del humor que raya en lo cruel. O quizás solo se aburre conmigo y me lanza caos romántico como quien lanza bolas de boliche a ciegas.
Después del fiasco con Patricio, aparece un mensaje desconocido en mi teléfono. No cualquier mensaje. Uno que decía:
“¿Estás bien? Soy el tipo de la cafetería. Me alegra que ese idiota te haya soltado.”
Primera reacción: bloquearlo. Segunda reacción: bloquearlo y tirarle el teléfono a Diana para que se ocupe de su “problema de seguridad personal”.
Pero por alguna razón absurda, le respondí:
“Sí, gracias. Sobreviví. Pero los muffins siguen siendo mejores que cualquier rescate heroico.”
Diez minutos después:
“Acepto el desafío de los muffins. ¿Café mañana?”
Perfecto. Porque nada dice “mi vida amorosa es un desastre” como aceptar una cita de alguien que apareció de la nada, no sabes ni cómo se llama y… bueno, ya veremos.
Al día siguiente, llego a la cafetería, tarde como siempre, con el pelo en su versión desastre artístico y una camiseta con olor a café recalentado.
Y ahí está él.
Apoyado en la barra, con esa postura de “confío en la vida y la vida me devuelve sonrisas”, y con esa sonrisa que, honestamente, debería venir con advertencia de “puede causar enamoramiento instantáneo y pérdida de dignidad”.
—Hola, Amara —saluda, con voz grave y tono juguetón.
—Hola —respondo, intentando sonar casual, lo que es imposible porque mi corazón está haciendo maratón en mi pecho.
Él señala un par de sillas libres:
—¿Te sientas?
—Claro —digo.
Nos pedimos café y muffins. Él es encantador sin siquiera intentarlo; yo intento equilibrar sarcasmo con dignidad.
—Entonces —dice inclinándose un poco—, sobreviviste a Patricio.
—Sí —respondo—. Sobreviví, pero sin muffin. Eso sí, creo que puedo manejarlo.
Él se ríe, una risa que se mete en tu cerebro y se instala allí.
Alerta roja: comienza el enamoramiento lento.
Diana habría muerto de envidia si hubiera visto esto.
Mientras él habla, pienso en todas las cosas que podrían salir mal:
Pero él solo sonríe y cuenta cómo perdió su paraguas en un concierto hace tres años y aún guarda esperanza de recuperarlo.
—¿Tú también coleccionas tragedias románticas absurdas? —pregunta.
—Sí, es mi especialidad.
—Bueno, me alegra que compartamos el mismo nivel de caos.
Al salir de la cafetería, me sugiere caminar hacia la librería.
—¿Vienes?
Y, contra toda lógica, digo:
—Sí.
Caminar con él es extraño. No extraño raro, sino extraño satisfactorio, ese tipo de sensación que hace que quieras recordar hasta el color de su chaqueta. Hablamos de libros, música, gatos (sí, mi neurosis felina aparece siempre) y risa. Aviso al lector: en este punto, ya estoy atrapada en su encanto. No digan que no advertí.
Al llegar a la librería, me señala la sección de misterio y suspense:
—Te va a encantar esto.
—No puedo leer nada sin café —respondo—. Prioridades claras.
Ríe, y la verdad es que su risa ya está calando en mi cerebro. Pero entonces, algo pasa. Una sombra detrás de nosotros, un tipo claramente fuera de lugar mirando a alguien más con malas intenciones. Oh, no, otra vez el drama.
—Aléjate de ella —dice una voz grave.
Patricio. Sí, mi ex loco reaparece, agarrándome del brazo otra vez.
—¡Patricio! —grito.
—Ella es mía —le gruñe.
Y mis alarmas internas comienzan a sonar como campanas de iglesia en sábado.
Antes de que tenga que usar mis habilidades de ninja ocasional, escucho otra voz:
—¡Suéltala ahora, o llamo a la policía!
Miro y ahí está él.
Sí. Javier. Todo lo que me gusta: alto, seguro, con ojos verdes que podrían hipnotizar a un ejército.
Patricio me suelta inmediatamente. Y yo aprovecho para escabullirme.
—Gracias —susurro, mientras mis pies casi vuelan del alivio. Javier me sonríe con calma.
—De nada. Pero deberías caminar más rápido la próxima vez.
…
Llego a la oficina como si hubiera sobrevivido a un apocalipsis zombie. Diana está esperándome, café en mano, lista para el informe de desastre del día.
—Bueno… —empiezo—. Sobreviví nuevamente a Patricio.
—¡Sabía que volvería! —dice Diana—. ¿Qué pasó?
—Me lo encontré en una librería —respondo.
—¿Y qué pasó? —pregunta con ojos brillantes.
—Me tomó del brazo y otra vez dijo que yo era suya. Pero Javier —digo, con complicidad —me salvó de nuevo.
Ella se cae de la silla, casi derramando el café.
—Amara, tu vida amorosa es un desastre glorioso.
—Sí, pero ahora tengo historias —respondo—. Historias para el lector imaginario (o sea, tú).
Nos reímos otra vez, y por un momento, el mundo se siente un poco más normal.
Risas, café, flores marchitas, y caos romántico… todo en su lugar.
Pero entonces, mientras organizo mis papeles, me doy cuenta de algo. Un detalle que había pasado desapercibido en medio de los rescates y muffins:
Javier nunca me preguntó mi nombre. Ni tampoco mencioné el suyo en la conversación inicial, pero aún así me sentí cómoda.
Y lo peor: nunca le dije que Patricio era mi ex, ni siquiera mencioné su nombre en nuestra charla.
Eso me deja pensando.
Esperen un segundo…
—¿Cómo que nunca le dije mi nombre? —murmuro, mientras el escalofrío recorre mi espalda.
Javier sabe quién soy, pero yo… no sé nada de él.
Mi mente empieza a hilar posibles escenarios.
—¿Y si… es un acosador?
—¿O un tipo raro con exceso de sentido de protección y muffins?
—O ambos.
Miro por la ventana, intentando decidir si debo reír o correr.
Mi corazón dice “reír”, pero la voz lógica (ese molesto sentido de supervivencia que usualmente ignoro) dice: “corre, Amara. Corre muy lejos”.