Juro que mi vida es una tragicomedia patrocinada por el universo.
Porque cuando crees que ya nada puede ser más raro que tu ex intentando convencerte de que “solo necesitamos terapia de pareja espiritual” (¡después de dos semanas de noviazgo!), aparece Javier, el hombre perfecto con potencial de acosador, muffins ilimitados y cero datos verificables.
Sí, ese Javier. El mismo que me salvó del brazo posesivo de Patricio. El mismo que, misteriosamente, aparece en la cafetería cada vez que voy. Y el mismo que, según mis cálculos y mi paranoia romántica avanzada, no debería saber que me llamo Amara…
Pero lo sabe.
Y eso es el inicio del misterio más ridículo de mi vida.
Es lunes, nueve de la mañana.
Estoy en la oficina, sobreviviendo con mi tercera taza de café (mi sangre ya es 40% cafeína y 60% sarcasmo), cuando Diana me lanza una mirada inquisitiva.
—¿Y bien? —dice, girando en su silla—. ¿Lo volviste a ver?
—¿A Javier? —respondo con el mismo tono que usaría para referirme a un terremoto inminente—. Sí, y sigo viva.
—¿Te pidió matrimonio o solo tu ubicación en tiempo real?
—Todavía nada. Aunque ya le veo la vibra de “me sé tu número de seguridad social”.
Diana se ríe, como siempre, con esa risa que hace que todo parezca una sitcom.
—Bueno, si te mata, que al menos te mate alguien guapo.
Gracias, Diana. El apoyo moral siempre presente.
A la hora de almuerzo, decido pasar “casualmente” por la cafetería.
Casualmente, por supuesto, significa arreglarme el cabello durante diez minutos y ensayar respuestas ingeniosas frente al espejo.
Entro. El aroma a café me golpea con ese poder hipnótico que hace olvidar deudas, jefes y exparejas con problemas de autoestima.
Y ahí está él. Javier. Sonriendo detrás del mostrador, como si fuera la escena principal de una película romántica de bajo presupuesto.
—Amara —dice, saludándome con esa voz que deberían exigir licencia para usarla.
—Javier —respondo, intentando parecer tranquila, aunque mi cerebro ya está escribiendo su propio episodio de CSI: Cafetería Misteriosa.
Me acerco al mostrador.
—Un latte mediano, por favor. Y un muffin… de los que no traen traumas emocionales.
Él ríe, prepara mi pedido con una facilidad sospechosa, y luego añade:
—No necesitas decir tu nombre, ya lo tengo registrado.
¿Perdón, qué?
Mi cerebro entra en modo alerta roja.
—¿Cómo que lo tienes registrado? —pregunto, medio sonriendo, medio planeando mi escape por la ventana.
—Por tus pedidos anteriores —dice tranquilamente—. Has hecho varios para llevar.
—Ajá… —asiento, fingiendo normalidad—. ¿Y también registran los traumas emocionales con cada muffin o eso es extra?
Él sonríe sin inmutarse.
—Solo los que piden con extra de sarcasmo —responde.
Mientras espero mi pedido, mi mente va a mil por hora.
Ok, ok, no es un acosador (creo). Tiene mi número porque yo misma lo di al hacer pedidos. Perfecto. Lógico.
Excepto por un pequeño detalle: ¿por qué diablos está siempre aquí?
Como si me hubiera leído el pensamiento (lo cual sería preocupante), Javier dice:
—Sé lo que estás pensando.
—¿Ah, sí? ¿Que necesito otro café?
—No —ríe—. Que me ves demasiado seguido.
Pausa dramática.
—Lo pensé, sí —admito—. O tienes mucho tiempo libre o eres parte del mobiliario.
—Ninguna de las dos —responde él, apoyándose en el mostrador—. Soy el dueño.
Silencio interno absoluto.
—¿El qué?
—El dueño. De la cafetería.
Tomo aire, proceso la información, y luego suelto:
—¿Y desde cuándo los dueños preparan muffins y saben mi número de teléfono?
—Desde que se aburren de estar en la oficina —dice con naturalidad—. Y desde que una clienta con humor catastrófico empezó a venir seguido.
Ok.
Esto es oficialmente peor.
No es un acosador…
Es el maldito dueño del café.
—Entonces… —digo, intentando no sonar paranoica—, ¿has estado aquí todo este tiempo?
—Más o menos —responde él, encogiéndose de hombros—. A veces estoy en la trastienda, otras atiendo.
—Y yo pensando que el universo me estaba enviando señales románticas —murmuro.
—Tal vez lo estaba.
Me atraganto con mi propio aire.
¿Perdón? ¿Qué clase de galán de comedia romántica de Netflix se cree?
Después de unos segundos de silencio incómodo (porque claramente mi cerebro no funciona cuando alguien me coquetea sin previo aviso), agarro mi taza y digo:
—Gracias… por el café y la mini crisis existencial.
—De nada —dice, sonriendo—. Y si alguna vez necesitas muffins extra para lidiar con tus “acosos imaginarios”, van por la casa.
Salgo del lugar fingiendo dignidad, aunque internamente estoy gritando ¡¿cómo que el dueño?!
De vuelta en la oficina, Diana me está esperando con una sonrisa de “sé que algo pasó”.
—¿Y bien? —pregunta—. ¿Qué descubriste del misterioso Javier?
—Que no es un acosador. Es peor.
—¿Peor?
—El dueño.
Diana abre los ojos como platos.
—¿Del café?
—Del café —repito, dramáticamente—. Y tiene mi número porque lo di en los pedidos.
—O sea… —empieza ella, conteniendo la risa—. Literalmente te está persiguiendo desde tu propio consentimiento.
Suspiro.
—Exacto. Soy mi peor enemiga.
Mientras Diana se ríe hasta las lágrimas, yo repaso mentalmente todo:
Las veces que entré con el pelo hecho un desastre.
Las veces que hablé sola mientras esperaba mi pedido.
Las veces que dije “odio a los hombres” con un muffin en la mano.
Sí, él lo escuchó todo.
Y sigue hablándome, así que verdaderamente siente algo por mí.
Eso o realmente necesita vender muffins desesperadamente.
Al final del día, mientras guardo mis cosas, algo me da vueltas en la cabeza.
Recuerdo la primera vez que me habló.
La forma en que dijo mi nombre sin que yo lo mencionara.