Era lunes. Y ya sospechaba que el universo tenía un humor muy particular.
Había sobrevivido a un fin de semana de autocontrol (que básicamente consistió en evitar pasar por la cafetería donde Javier, el dueño sonriente de espresso perfecto, parecía materializarse cada vez que ella necesitaba cafeína).
Pero no, claro, el universo no podía dejarme tener una semana tranquila.
Eran las once y cuarto cuando una voz femenina interrumpió mi concentración.
—¿Amara Díaz? —preguntó una recepcionista joven, asomándose por la división de su cubículo.
—Depende —respondí sin alzar la vista de la pantalla—. Si es para cobrarme algo, soy su hermana gemela malvada.
—Traigo una entrega. —La chica dejó una caja color crema con un moño azul marino sobre su escritorio.
—Dice “personal y confidencial”.
Amara parpadeó.
—¿Yo pedí algo? —murmuré, revisando mentalmente mis últimas compras online—. No, no… el último pedido fue comida de gato. Y ni siquiera tengo gato. Soy alérgica a los gatos.
La recepcionista se encogió de hombros, dejó la caja y se fue.
La observé un momento, sospechosa, como si fuera una granada envuelta en papel bonito.
La etiqueta, escrita a mano, decía simplemente:
“Para Amara. Con aprecio. —S.”
—¿S? —repitió en voz baja—. ¿S de qué? ¿Siniestro? ¿Sociópata? ¿S… de Santiago?
Y ahí lo recordó.
Una semana antes, en el ascensor del edificio corporativo, había tenido una de esas escenas que sólo le pasan a ella.
Había entrado tarde, con el bolso abierto, un café en una mano y su bolígrafo favorito en el bolsillo de la chaqueta.
Ese bolígrafo metálico de tinta azul que usaba desde hacía años y que, según ella, tenía poderes de concentración.
Hasta que se resbaló, cayó al suelo… y un zapato de hombre lo pisó sin piedad.
Crack.
Solté un grito que hizo girar a todos los del ascensor.
—¡Mi bolígrafo!
El hombre, alto, moreno, con corbata ligeramente torcida y sonrisa culpable, levantó el pie.
—Uy… perdón. ¿Era importante?
—¡Era mi favorito! —protesté recogiendo los restos—. No se consigue igual. Tenía alma.
—¿Alma? —repitió él, riendo suavemente—. Bueno, ahora tiene cuerpo astral.
Lo fulminé con la mirada.
—No es gracioso. Era un regalo.
—Déjame compensarte —dijo él, con ese tono tranquilo que usan los hombres que no saben cuándo retirarse—. Puedo mandarte uno nuevo.
—¿Mandarme? —arqueé una ceja—. ¿Y cómo vas a hacer eso, exactamente?
—Fácil. Me dices dónde trabajas. —Sacó su teléfono y sonrió—. O mejor, tu número.
Ella dudó. El ascensor estaba lleno, y sentía las miradas de todos en la nuca.
—¿Siempre pides números de mujeres a las que les rompes cosas?
—Solo si lo hago sin querer. —Le tendió la mano—. Santiago. Ingeniero. Y asesino accidental de bolígrafos.
Me lo pensé, suspiré y terminé dándole mi contacto. “Por el bolígrafo”, me justifique. “Nada más.”
Y ahora, una semana después, ahí estaba la prueba de mi mala suerte romántica: una caja con un moño sospechosamente caro.
La abrí con cuidado, y dentro encontré una pluma estilográfica plateada, con un grabado delicado en el cuerpo y una nota doblada.
“Dicen que las palabras escritas con una buena pluma pesan más. Que esta te acompañe en nuevas historias. —Santiago.”
Me quedé muda. Luego solté un silbido.
—Wow. Esto no es una pluma. Es una hipoteca con tinta.
Antes de que pudiera procesarlo, una cabeza rizada se asomó por la pared del cubículo.
—¿Y ese suspiro poético? —preguntó Diana, mi compañera de oficina y confidente profesional de dramas sentimentales.
—Ven. Tienes que ver esto.
Diana se acercó con su taza de té en mano, olfateando el aire.
—¿Te mandaron flores? ¿Chocolate? ¿Una orden de restricción?
—Peor. —empujé la caja hacia ella—. Una pluma.
Diana la miró, después la tomó entre los dedos, con el cuidado de quien manipula una joya.
—Esto es… ¡una estilográfica! ¿De dónde salió?
—De un tipo llamado Santiago.
—¿Y quién es Santiago?
—El asesino de mi bolígrafo favorito.
Diana parpadeó.
—Ok, necesito contexto.
Le conté lo del ascensor, los restos del bolígrafo, la conversación absurda, y el intercambio de números.
Diana la escuchó con cara de “aquí viene otra de tus historias”.
—¿Y ahora te manda regalos carísimos? —preguntó—. Déjame buscar cuánto vale esto.
Sacó el teléfono, buscó el modelo y abrió los ojos como si hubiera visto un unicornio.
—Amara… esto cuesta casi ciento cincuenta dólares.
Solté un chillido ahogado.
—¡¿Qué?! ¡Por un bolígrafo roto!
—Por un hombre que sabe usar la culpa como coqueteo.
—No. No es coqueteo. —alzé las manos—. Es… generosidad. O remordimiento.
—Sí, claro. Y yo soy la reencarnación de Marie Curie. —Diana se cruzó de brazos—. Te está coqueteando, y tú te estás haciendo la desentendida.
Bajé la voz.
—¿Y si es un acosador con buena caligrafía?
—¿Un acosador que te manda regalos importados y deja notas literarias? Ojalá todos fueran así.
—Diana. —la miré severamente—. Esto no es normal.
—Tampoco lo es que sigas pensando en el tipo de la cafetería cada vez que ves una taza de café, pero aquí estamos.
Fruncí el ceño.
—Javier no tiene nada que ver en esto.
—Claro que no —dijo Diana con una sonrisa que gritaba “ajá”—. Y por eso dejas de respirar cada vez que alguien menciona espresso doble.
—¡No es cierto!
—Mira, Amara, tú eres como una antena romántica: captas todas las señales, pero no sabes cuál seguir.
Solté un bufido. —Yo no capté nada. Las señales me atropellan.
Diana se sentó en el borde del escritorio, fascinada.
—¿Le vas a escribir para agradecerle?
—No pienso hacerlo. Si le contesto, va a creer que me interesa.
—Te mandó una pluma para que escribas. Es casi una invitación poética.