Corazón de Veleta

6.-Pequeñito

No sé si el universo tiene sentido del humor o simplemente disfruta verme fracasar con hombres cada vez más sofisticados y decepcionantes.

Porque, sinceramente, después de todo lo que había pasado con David “Conejito Exprés” y Patricio “Anillo en dos semanas”, creí que nada podría sorprenderme.

Pero, claro… llegó Santiago, con su voz tranquila, su pluma carísima y sus modales de príncipe corporativo.

Durante un mes entero salimos.

Sí, un mes. Treinta días. Ciento veinte cafés. Cuatro cenas, dos museos y un picnic que terminó con una paloma robándonos el pan.

Todo muy romántico, muy Pinterest, muy “por fin me está yendo bien”.

Hasta que llegó la noche.

La noche en la que todo cambió.

O mejor dicho, la noche en la que descubrí el misterio del tamaño reducido.

Era viernes, el clima perfecto, la iluminación tenue, la playlist con música lo suficientemente sensual como para que Spotify pensara que por fin había madurado.

Santiago me miraba con esos ojos de “quiero hacerte el desayuno mañana” (spoiler: no hubo desayuno).

Y yo, optimista como siempre, pensé: por fin, un hombre que parece normal.

Nos besamos. Hubo química. Hubo piel. Hubo pasión… hasta que hubo pausa.

Y, queridos lectores, en esa pausa mi mundo se detuvo.

No quiero entrar en detalles gráficos, pero digamos que… si el tamaño del ego masculino se correspondiera con el tamaño del… instrumento de acción, Santiago habría sido el ser más humilde de la Tierra.

Mi cerebro entró en pánico inmediato:

“¿Es esto una broma? ¿Dónde está el resto? ¿Acaso se encogió con el frío?”

No, no se encogió. Ese era su tamaño estándar.

Sonreí, fingí normalidad (porque soy una dama… con trauma interno), y traté de seguir adelante.

Pero no pude. Era como intentar hacer una maratón con un zapato infantil.

Y aunque me odié por pensarlo, lo único que podía repetirme era: Con razón escribía tan bien las notas. Tenía mucha energía acumulada.

Al día siguiente, cuando me escribió un me.nsaje diciendo “Eres increíble, Amara. No dejo de pensar en anoche”, tuve que dejar el teléfono boca abajo y respirar profundamente.

Porque mientras él no dejaba de pensar en anoche, yo no dejaba de pensar en cómo fingir una mudanza a otro país.

Pero no soy cruel.

O al menos, no tanto.

Así que lo cité para hablar.

En una cafetería, por supuesto (sí, esa misma).

Porque aparentemente, mi destino romántico está sellado con olor a espresso.

Santiago llegó con su sonrisa amable, su camisa perfectamente planchada y esa mirada que me hacía sentir como si fuera la protagonista de una novela de Nicholas Sparks.

Hasta que abrí la boca.

—Santiago, eres… maravilloso —empecé, usando mi tono diplomático, ese que suena como si estuviera despidiendo a un becario— Pero siento que no tenemos… la misma conexión física.

Él parpadeó, confundido.

—¿Conexión física? ¿Te refieres a…?

Sí, a eso.

A eso exactamente.

—Es que… —tosí, buscando palabras—, creo que nuestras… frecuencias no coinciden.

Silencio.

Él me miró, procesando.

—¿Frecuencias?

—Sí. Digamos que yo soy más… estéreo, y tú… más bluetooth.

El silencio se volvió sepulcral.

Y, para mi desgracia, Santiago entendió.

Me miró con una mezcla de sorpresa, orgullo herido y resignación.

—Entiendo —dijo finalmente—. No puedo competir con eso.

—No es una competencia —mentí descaradamente—. Solo… preferencia.

Nos despedimos con la educación de dos adultos maduros y emocionalmente estables.

Y en cuanto me subí al auto, grité en silencio.

Dos horas después, estaba en mi departamento con Diana, mi cómplice y terapeuta no licenciada.

Ella traía vino. Mucho vino.

—¿Así que lo terminaste? —preguntó, sirviendo dos copas gigantes.

—Sí.

—¿Y…? —alzando una ceja—. ¿Qué pasó?

—No pasó. —Tomé un trago largo—. Eso fue el problema.

—¿Cómo que no pasó?

—Pasó, pero… no pasó lo suficiente.

Diana frunció el ceño.

—Explícate, poeta.

—Su amiguito era… diminuto.

—¿Diminuto tipo “normal” o diminuto tipo “necesito un microscopio”?

—Diminuto tipo “¿dónde está?”.

Diana escupió el vino de la risa.

—¡Nooo!

—Sí. Y yo no soy superficial, lo juro. Pero, Diana, fue como intentar abrir una puerta con un palillo de dientes.

—Ay, Dios mío. —Se cubrió la cara—. ¡Qué tragedia romántica más absurda!

—¡Exacto! —exclamé—. Un mes entero de citas perfectas, flores, cenas, poesía… y todo para esto.

—Bueno, al menos te regaló una pluma —dijo, entre carcajadas—. Ahora entiendes por qué escribía tan bien: no tenía dónde gastar la energía.

Las dos estallamos en risa. Esa risa incontrolable que te deja sin aire y con lágrimas en los ojos.

En ese momento, supe que nada cura una decepción amorosa como el humor y el vino barato.

Después de un rato, la conversación derivó en el clásico “hombres del pasado”.

David, el conejito exprés.

Patricio, el novio relámpago con anillo precoz.

Y ahora, Santiago, el miniaturista del amor.

—Estás armando una colección —dijo Diana, brindando conmigo—. Te falta el mago, el que desaparece sin aviso.

—Shhh. No invoques más desgracias.

Pusimos música, abrimos más vino, y en menos de media hora estábamos bailando descalzas en el living, riéndonos de todo.

Mi apartamento olía a pizza, perfume y libertad.

Diana gritaba las letras de una canción ochentera y yo fingía cantar con un cepillo como micrófono.

Era nuestra manera de exorcizar los fracasos sentimentales: con risa, vino y coreografías improvisadas.

—¿Sabes qué pienso? —dijo Diana, cayendo al sofá con la copa en la mano.

—¿Qué?

—Que en el fondo, tú no tienes mala suerte. Solo tienes estándares específicos.

—Sí, que incluyan tamaño estándar también.



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En el texto hay: romance y humor, chiklit, vecino guapo

Editado: 07.10.2025

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