¿Alguna vez han tenido esa clase de amiga que, a las tres de la mañana, cree que salir a bailar es una idea brillante?
Sí, esa que no entiende que los humanos normales duermen de noche y que no todos tenemos la energía de un colibrí con cafeína.
Bueno, esa es Diana.
La cosa empezó cuando estábamos tiradas en mi sofá, rodeadas de vasos vacíos, migas de papas fritas y el eco de nuestra propia miseria amorosa. Una noche de chicas perfectamente normal. Hasta que Diana, con los ojos vidriosos y una sonrisa de quien ha tomado demasiado vino, me mira y dice:
—Amara, tengo una idea.
Yo, ingenua, le seguí el juego.
—¿Otra ronda?
—No. —Se levantó tambaleando—. ¡Vamos a bailar!
Yo pestañeé. Literalmente pestañeé durante cinco segundos, esperando que el universo se diera cuenta del error y la hiciera sentarse otra vez.
Pero no. Diana ya estaba buscando sus zapatos.
—¿Bailar? —repetí, como si fuera una palabra en sánscrito.
—¡Sí! ¡A bailar! —Me señaló con el dedo—. Necesitamos hombres, música, luces, olor a sudor caro.
La miré. Luego miré el reloj.
Las tres. De. La. Mañana.
—Diana, cariño, el único lugar donde vas a encontrar hombres despiertos a esta hora es en una gasolinera o en un grupo de WhatsApp que no deberíamos abrir.
Ella frunció el ceño, decepcionada.
—Ay, Amara, siempre tan aburrida.
—No es aburrimiento, es supervivencia. —Me acomodé el cojín—. Además, ¿para qué salir si podemos seguir la fiesta aquí? No hay que maquillarse, ni vestirse, ni fingir que nos encanta el reguetón.
Sus ojos se iluminaron.
—¿Entonces bailamos aquí?
Y así, con la decisión madura y responsable que caracteriza nuestras noches, subimos el volumen del altavoz.
No, no un volumen razonable. No.
El volumen de “si el vecino no llama a la policía, es porque está muerto o bailando con nosotros mentalmente”.
La primera canción fue una joya. Una reliquia del internet latino.
“Diana me preguntó si tenía muchos novios, muchos novios... un día uno, mañana otro... pero no hay boda.”
Yo, micrófono imaginario en mano, me sentí en un concierto.
Diana era mi coro:
"Diana me preguntó tototototototo..."
Y el mundo, nuestro escenario.
Hasta que...
TOC TOC TOC.
Y no fue un toque de cortesía. Fue un golpazo. El tipo de golpe que grita “soy tu destino o tu arrendador enojado”.
Diana me miró con una sonrisa culpable.
—¿Tú invitaste a alguien?
—A esta hora, sólo a la depresión —contesté.
Me acerqué a la puerta, tambaleándome un poco.
Y lo vi.
A ver. ¿Cómo describirlo sin que me tomen por exagerada?
Imposible.
El tipo era el pecado hecho persona.
Sudadera gris.
Cabello rubio despeinado como si el viento lo amara.
Ojos azules que podrían haber sido fabricados por Photoshop.
Y un cuerpo… bueno, digamos que el gimnasio le debía una estatua.
Casi 1.90 metros de puro mal humor y músculos definidos.
Y yo ahí, en pijama con estampado de gatos, con una media puesta y la otra desaparecida en combate.
—¿Puede bajar la música? —dijo, con una voz grave que me provocó un microinfarto—. Son las tres de la mañana.
Yo abrí la boca para responder algo ingenioso, pero sólo salió un “ehhh…”.
Sí, soy brillante bajo presión.
—Es que… —empecé a decir.
Pero él levantó una ceja, miró hacia el interior del departamento y vio a Diana bailando con una botella de vino vacía como si fuera una maraca.
—¿Eso es una fiesta? —preguntó con tono de fastidio.
—Depende de tu definición de “fiesta” —respondí, tratando de sonar sofisticada.
—Definición: ruido, risas, gritos, cero consideración.
Ups.
—Entonces sí, técnicamente, es una fiesta —dije con una sonrisa tonta.
Él suspiró, visiblemente molesto.
—Bajen el volumen, por favor. Si esto sigue, me quejo en administración.
Y se dio media vuelta.
Así, sin decir su nombre. Sin presentarse. Sin dejarme admirar un poco más esos hombros que parecían tallados por dioses nórdicos con mucho tiempo libre.
Cerré la puerta lentamente, como quien acaba de tener una visión mística. Diana estaba en el sofá, esperándome.
—¿Y quién era? —preguntó con curiosidad.
—El hombre con el que me voy a casar.
Ella se rió tan fuerte que casi se ahoga.
—¿Qué? ¡Ni siquiera sabes su nombre!
—No necesito saberlo —dije, con la convicción de una borracha inspirada—. Lo sentí. Fue amor a primera vista.
—Amara, estabas borracha.
—Exactamente, el mejor estado para reconocer al amor verdadero.
Ella me lanzó un cojín.
Yo lo esquivé con la gracia de una bailarina de ópera alcohólica y seguí:
—Nuestros hijos van a ser preciosos. Cabello rubio, ojos azules, sentido del humor dudoso, pero bueno, eso se hereda de mi lado.
Diana se echó a reír.
—Claro, claro, y vivirán en una casa con cerca blanca y un perro llamado “Ruidoso”, en honor a la noche en que casi te denuncian.
—Exactamente. —Tomé otro trago—. Y cada aniversario pondremos la canción de “muchos novios” para recordar cómo empezó todo.
Diana se tiró al sofá, muerta de risa.
—Amara, necesitas terapia.
—Y tú un filtro, pero aquí estamos, sobreviviendo.
El resto de la noche lo pasamos entre carcajadas, teorías de cómo se llamaría el vecino (yo voté por “Thor”, ella por “Ricardo”) y promesas absurdas que ninguna recordaría al día siguiente.
Pero cuando finalmente me fui a la cama, aún con la cabeza dando vueltas y el eco de la música flotando en el aire, me quedé mirando el techo y sonreí.
—Quizás no sea amor —murmuré—, pero definitivamente fue electricidad.
Y sí, lo admito.
Mientras me dormía, en mi mente ya estaba escribiendo la historia de Amara y el vecino misterioso.
Spoiler: todavía no sé su nombre.
Pero, si el universo tiene sentido del humor (y hasta ahora lo ha demostrado), estoy segura de que no tardaré en averiguarlo.