Corazón de Veleta

8.-Vecino

No hay resaca más peligrosa que la emocional.

Bueno, miento.

La de vino barato mezclado con orgullo herido también es letal.

Desperté con la cabeza zumbando, el maquillaje corrido y un gato imaginario rascándome el cerebro desde adentro.

—Nunca más —murmuré, aunque todos sabemos que ese “nunca” tiene fecha de vencimiento cada fin de semana.

Me senté en la cama y traté de recordar qué había pasado la noche anterior.

Fragmentos sueltos:

Música.

Diana gritando.

Yo cantando algo sobre tener muchos novios.

Y…

¿había un hombre?

Fruncí el ceño.

Imágenes borrosas cruzaron mi mente.

Una sudadera gris. Ojos azules. Voz profunda.

Y mi pijama de gatos.

Oh no.

—No puede ser —dije en voz alta.

Porque si hablas contigo misma, técnicamente no estás loca, estás procesando, ¿verdad?

Intenté reconstruir la escena.

¿Él estaba molesto? ¿Yo hablé? ¿Le dije algo inapropiado? ...eso último casi garantizado.

Suspiro resignado.

Bienvenida a otro domingo de vergüenza ajena, patrocinado por el vino y mis decisiones dudosas.

Así que, como toda adulta funcional que huye de sus problemas, decidí fingir normalidad.

Tenía un plan:

  1. Ducha larga y existencial.
  2. Café doble.
  3. Supermercado.
  4. Tintorería.
  5. Lavandería.

Rutina sagrada.

Nada como el olor a suavizante y desesperanza para limpiar el alma.

Paso 3: Supermercado.

Si el cielo existe, tiene forma de pasillo de snacks. Empujé el carro con determinación y lista en mano. Leche, pan, frutas, desodorante, vino (porque las promesas se hicieron para romperse).

Mientras seleccionaba uvas, vi a una pareja besándose junto al mostrador de los fiambres.

—Disculpen, ¿pueden hacerlo en otro pasillo? —murmuré—. Aquí hay fruta sensible.

Sí, lo sé, estoy amargada.

Pero una mujer recién curada de una cruda amorosa (y alcohólica) tiene derecho a odiar al amor un ratito.

Paso 4: Tintorería.

Nada emocionante. A menos que contar cómo la señora que atiende me miró con lástima porque “otra vez venía sola”.

—Sí, soy un alma independiente, señora. (Solo que mi independencia viene con una dosis de soledad patrocinada por Netflix).

Paso 5: Lavandería.

Y aquí es donde la trama se complica.

Bajé al sótano del edificio, con mi canasto de ropa y mis audífonos, lista para perderme en mi burbuja.

El lugar estaba vacío, salvo por el zumbido de las máquinas y el olor a detergente floral.

Perfecto.

Un domingo tranquilo, sin dramas.

Hasta que la puerta se abrió.

Y entró él.

Sí.

El hombre de la sudadera gris.

El vecino.

Mi corazón decidió que era buen momento para practicar cardio.

Mi cerebro, en cambio, se convirtió en puré.

Llevaba una camiseta blanca, simple, y unos jeans que parecían diseñados por un dios del equilibrio: ajustados donde debían, sueltos donde correspondía.

El cabello revuelto, como recién salido de la cama, y esa expresión seria, casi indiferente.

Y yo… yo ahí, con una polera vieja, el cabello en un moño mal hecho y una bolsa de ropa interior colgando del brazo.

Hermosa combinación.

—Buenos días —dijo él, con voz tranquila.

Mi cerebro tardó unos segundos en procesarlo.

Luego, en el tono más digno que pude reunir, respondí:

—Eh… buenos días.

Y ya.

Eso fue todo.

Nada de chistes ingeniosos, ni risas coquetas, ni el típico comentario casual tipo “qué coincidencia verte aquí, vecino misterioso con hombros de escultura griega”.

Nada.

Solo un saludo torpe y un leve movimiento de cabeza.

Él se acercó a una de las lavadoras y comenzó a cargarla sin decir más palabra.

Yo fingí revisar mi teléfono, aunque lo único que hacía era abrir y cerrar la aplicación del clima como si fuera interesantísima.

Pero, claro, soy yo.

Así que no podía simplemente dejarlo pasar sin examinarlo con discreción (o la falta de ella).

De reojo, lo observé.

Movimientos precisos, ordenados, casi militares.

Sus brazos se tensaban al levantar el canasto y yo… bueno, aprecié el arte.

No es culpa mía si la naturaleza hace obras maestras.

Mientras esperaba que terminara de usar el detergente, pensé:

¿Será que me reconoció?

¿Se acordará de la loca borracha con pijama de gatos que cantaba a gritos sobre tener muchos novios?

Y peor aún…

¿Yo le dije algo?

Un escalofrío me recorrió.

Me imaginé diciéndole: “Tú y yo, tres hijos, una hipoteca y un perro llamado Ruidoso”.

Intenté mantener la compostura.

Pero en cuanto él se giró para dejar el detergente en la repisa, nuestras miradas se cruzaron. Por un microsegundo. Solo uno. Pero suficiente para que recordara cada detalle de la noche anterior.

El golpe en la puerta.

Su mirada molesta.

Mi sonrisa tonta.

Y mi gran declaración de amor por él ante Diana.

Santo cielo.

El rubor me subió de golpe, directo desde el alma.

Rápidamente desvié la mirada, metí la ropa a la secadora y fingí interés en los botones de la máquina.

¿Alguien puede morir de vergüenza? Porque creo que estuve cerca.

Él, en cambio, parecía completamente tranquilo.

Como si yo fuera solo otra pared del edificio.

Nada más.

Genial.

A él no le importaba.

Y yo, en mi mente, ya le había puesto nombre, historia y hasta árbol genealógico, con descendientes incluidos.

Terminó de cargar la lavadora, programó el ciclo y se apoyó contra el muro, revisando su teléfono.

Yo, por mi parte, metí la ropa interior en la secadora con una dignidad que no sentía. (No hay manera elegante de manipular ropa interior frente a un hombre atractivo, está comprobado).

Pasaron unos minutos de silencio, llenos de ese tipo de tensión incómoda que solo los introvertidos y los exborrachos entienden.



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En el texto hay: romance y humor, chiklit, muchos novios

Editado: 27.10.2025

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