Corazón de Veleta

10.-Vecino

Hay momentos en la vida en que el universo te pone a prueba.

Algunos enfrentan terremotos, crisis existenciales o rupturas amorosas. Yo, en cambio, me enfrenté a él… en el ascensor.

Y no, no estoy exagerando.

¿Recuerdan al vecino musculoso, rubio, ojos azules, voz de “hazme caso o te arresto”?

Sí, ese mismo.

Bueno, el destino decidió que era buena idea encerrarme con él en un espacio de dos metros cuadrados.

Pero esperen, no nos adelantemos tanto.

Todo empezó con un lunes.

Y no cualquier lunes, sino uno de esos que ya desde la mañana huelen a catástrofe.

Me desperté tarde.

El despertador no sonó (porque lo apagué la noche anterior en un arranque de optimismo suicida).

El agua caliente decidió tomarse vacaciones.

Y el único café que quedaba tenía sabor a arrepentimiento.

Así que ahí estaba yo: media dormida, con el cabello recogido en un moño mal hecho, corriendo por el pasillo como alma en pena, con una tostada en la boca y una mancha de pasta dental en la blusa.

—Llegaré tarde. —lo dije como si fuera una novedad.

Subí al ascensor justo cuando las puertas se estaban cerrando.

—¡Espere! —grité, y metí la mano como una heroína de película romántica.

Y claro.

Las puertas se abrieron…

y ahí estaba él.

El vecino.

El dios nórdico del piso 7.

Camisa negra, auriculares, mirada tranquila.

Y yo, con una blusa que parecía sobreviviente de un apocalipsis doméstico.

—Oh, hola —balbuceé, fingiendo naturalidad.

Por dentro: Corre. Huye. Desaparece.

Él asintió apenas.

—Hola.

Su voz.

Dios, esa voz.

Podría recitar el manual de instrucciones de una licuadora y yo lo escucharía como si fuera poesía.

Me paré en la esquina opuesta del ascensor, intentando parecer relajada.

Spoiler: no lo logré.

El silencio era tan incómodo que podía oír mi corazón intentando escapar de mi pecho. Así que decidí romperlo.

—Ehh… así que… ¿bajando al trabajo? —gran pregunta, Amara, digna del Pulitzer de Conversaciones Forzadas.

Él me miró de reojo.

—Sí.

Silencio otra vez.

Mi cerebro buscó frenéticamente otro tema.

Tiempo, clima, ascensores… ascensores, sí, hablemos de eso.

—¿No te parece que este ascensor siempre tarda más de lo normal? —dije, sonriendo como si fuera una observación profunda.

—Supongo que es un ascensor normal. —respondió.

Bien. Otro silencio mortal.

El tipo tenía la elocuencia de una roca.

Una roca muy guapa, sí, pero igual de expresiva.

Y ahí fue cuando noté que el reflejo del espejo lateral me estaba delatando.

Sí, lo admito, lo estaba mirando.

Bueno, observando con fines científicos, digamos.

Porque, seamos honestos, nadie con ese tipo de espalda y ese cuello tan… fuerte debería existir sin que alguien lo documente.

Era mi deber moral.

El problema fue que él se dio cuenta.

Giró la cabeza.

Nuestros ojos se cruzaron en el reflejo.

Y yo… sonreí.

Esa sonrisa nerviosa de quien ha sido atrapada robando galletas antes de la cena.

—¿Todo bien? —preguntó, arqueando una ceja.

—Sí, sí. Todo bien. Solo… observando la, eh… textura del espejo. Muy limpia. —genial, Amara, a este paso te gradúas de idiota con honores.

Él parpadeó, sin saber si reírse o pedir una orden de restricción.

—Ajá.

El ascensor siguió bajando, eterno.

Yo podía jurar que alguien allá arriba había presionado todos los pisos a propósito, solo para torturarme.

Para distraerme, decidí mirar mi teléfono.

No había señal.

Perfecto.

Encerrada con el hombre más atractivo del edificio, sin WiFi ni dignidad.

Entonces mi mente, porque es un desastre con patas, decidió reproducir la voz de Diana en modo voz de conciencia:

“Amara, prométeme que no vas a decir nada estúpido si lo vuelves a ver.”

Yo, mentalmente: Prometido.

Yo, en la práctica:

—Oye, el otro día… gracias por no llamar a la policía cuando hicimos ruido.

Él me miró, esta vez sí girando completamente hacia mí.

—Ah, eras tú.

Listo.

Game over.

—Sí, bueno… técnicamente éramos nosotras. Mi amiga Diana y yo. Noche de chicas. Vino, canciones, decisiones lamentables. Ya sabes, lo típico.

Él soltó una sonrisa.

Una sonrisa.

Pequeña, contenida, pero ahí estaba.

Y juro que el ascensor se iluminó medio grado más.

—Sí, me di cuenta —respondió con tono divertido—. No parecía una fiesta muy grande.

—No, pero la resaca fue del tamaño de un festival. —contesté, relajándome un poco.

Silencio. Pero ahora no era incómodo.

Era de esos silencios que huelen a curiosidad.

Y como buena profesional del sabotaje romántico, abrí la boca otra vez.

—Por cierto, nunca te pregunté… ¿cómo te llamas?

Él me miró, un poco sorprendido.

—¿No te acuerdas?

Mi mente entró en pánico.

¿Me lo había dicho antes? ¿Durante mi borrachera? ¿Cuántas veces metí la pata ya con este hombre?

—Eh… claro que me acuerdo. Solo… quería confirmar. —mentí descaradamente.

—Matías. —dijo, con esa calma que solo los hombres guapos con paciencia limitada tienen.

Matías.

El nombre me dio un microchoque eléctrico.

Matías el vecino. Matías el musculoso. Matías, el hombre con el que supuestamente voy a tener hijos perfectos.

—Amara —me presenté, fingiendo formalidad—. Por si no recordabas el nombre de la vecina ruidosa.

—Créeme, no lo olvidaré. —dijo, medio sonriendo.

Ay no.

Esa sonrisa.

Era peligrosa.

El tipo no sonreía con la boca. Sonreía con los ojos, con los pómulos, con la condenada aura.

Las puertas del ascensor se abrieron.

Mi corazón suspiró, pero mis neuronas lloraron.

Salimos al vestíbulo y caminé a su lado unos segundos.

—Bueno, fue… agradable no volver a arruinar mi reputación hoy. —bromeé.



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En el texto hay: romance y humor, chiklit, muchos novios

Editado: 27.10.2025

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