Corazón de Veleta

9.-Cafetero

Hay días que te despiertan con esperanza, y luego están los otros días. Esos en los que te preguntas por qué no naciste planta. Hoy era de esos.

Desde que descubrí que Javier —sí, ese Javier, el de la cafetería donde me hacía sentir como cliente frecuente y posible víctima de secuestro emocional— era el dueño del local, decidí que lo mejor era desaparecer de su radar.

Nada de cafés en su establecimiento. Nada de lattes exquisitos ni muffins perfectos (aunque duela).

Nada de encuentros incómodos.

O eso creí.

—No entiendo por qué sigues evitando la cafetería —dijo Diana mientras mordía su sándwich de pavo con una tranquilidad que yo envidio profundamente—. Tenían el mejor café.

—No es por el café, es por él.

—¿Javier?

—Ajá. El barista en versión CEO.

—¿Y cuál es el problema? —preguntó con esa sonrisa de quien ya sabe que voy a sonar ridícula.

—El problema, querida Diana, es que no hay nada más incómodo que darte cuenta de que el hombre que te provoca mariposas también tiene acceso a tu número de teléfono por razones “comerciales”.

Diana soltó una carcajada que resonó en todo el piso. Marcos, nuestro jefe, asomó la cabeza desde su oficina, la volvió a meter sin decir palabra. Ya estaba acostumbrado.

—O sea —continuó ella—, ¿lo evitas porque te gusta, pero también te da miedo que sepa que te gusta?

—Exactamente. Es un cóctel emocional de deseo y desconfianza. Muy moderno.

Me encogí de hombros y di un sorbo al café de mi nueva cafetería favorita. Bueno, “favorita” es una palabra fuerte. Era agua tibia con aroma a decepción, pero servía.

El día pasó lento.

Demasiado.

El tipo de día que se estira como chicle y tú solo quieres que el reloj se rinda y te libere. Hasta que llegó la hora de irme.

Guardé mis cosas, apagué la pantalla, y salí del cubículo con la dignidad de quien sobrevivió otro día laboral.

Presioné el botón del ascensor.

Ding.

Y cuando las puertas se abrieron…

Ahí estaba.

Javier.

Camisa blanca.

Reloj elegante.

Cara de anuncio de perfume caro.

Y la expresión de alguien que está haciendo todo lo posible por no reconocerme.

Entré al ascensor.

Lo hice despacio, casi teatral, esperando que me mirara.

Nada.

Silencio absoluto.

¿Saben ese momento en que uno siente que la atmósfera podría cortarse con un cuchillo pastelero?

Así lo sentí.

—Hola —me animé a decir, porque no soporto los silencios incómodos.

—Hola —respondió, sin levantar la vista del teléfono.

Su tono fue tan plano que casi lo tomo como un insulto personal.

Presioné el botón del primer piso.

Él ya lo había hecho.

Perfecto.

Iba a compartir treinta segundos de oxígeno con un hombre que me hacía sentir como una clienta en descuento.

El ascensor comenzó a bajar.

Yo traté de concentrarme en la pantalla que marcaba los pisos.

Catorce. Trece. Doce.

Cada número se sentía como un golpe a mi ego.

En mi cabeza, había toda una película romántica:

Él me mira, se disculpa por el silencio, me invita un café “de la casa”, y yo finjo dudar antes de aceptar.

Pero no.

El hombre seguía pegado al teléfono como si le estuvieran enviando la cura del cáncer.

Cuando llegamos al piso tres, se acomodó la manga de la camisa.

Nada más.

Ni un “¿cómo has estado?”, ni un “oye, te recuerdo del día que te salvé del tipo intenso”.

Nada.

Y justo cuando el ascensor hizo el último ding, respiré hondo, preparándome para salir.

Las puertas se abrieron.

Él salió primero.

Ni un “permiso”, ni un “pase usted”.

Solo caminó como si no existiera.

Yo salí detrás, en modo automático, intentando no mostrar mi cara de humillación.

Afuera, el aire olía a noche, autos y café frío.

El vestíbulo del edificio reflejaba nuestras siluetas en el vidrio, él caminando delante, yo detrás, con mi dignidad hecha trizas pero mis tacones firmes.

Nos detuvimos en la salida.

Ambos tomamos direcciones opuestas: él hacia el estacionamiento subterráneo, yo hacia la calle.

Y por un segundo, nuestras miradas se cruzaron en el reflejo de la puerta giratoria.

Fue apenas un instante.

Pero lo suficiente para notar que estaba molesto.

No triste.

No incómodo.

Molesto.

¿Conmigo?

¿Con el tráfico?

¿Con el café instantáneo del edificio?

No tengo idea.

Pero la frialdad de su mirada fue suficiente para congelarme las ganas de preguntar.

Diana estaba enferma y me llamó por videollamada, porque aparentemente no soporta pasar doce horas sin ver mi cara.

—¿Cómo estuvo tu día? —preguntó con esa sonrisa sospechosa.

—Maravilloso. Me ignoró el dueño de la cafetería.

—¿Qué? ¿Dónde?

—En el ascensor del trabajo.

—¡¿Javier estaba en nuestro trabajo?!

—Exacto. —Me desplomé en el sofá—. Como si no bastara con que sepa mi orden de café y mi número de teléfono, ahora también sabe dónde trabajo.

Diana soltó una carcajada tan fuerte que tuve que bajar el volumen.

—Eso no es malo, Amara.

—Diana, si un hombre aparece en tu trabajo sin previo aviso, se llama alerta roja, no destino.

Ella siguió riendo.

—Tal vez tenía una reunión.

—Tal vez es el dueño de la empresa -ironicé.

—¿Y si es verdad?

—Sí, y yo soy la reina de Inglaterra.

Hice una pausa.

—Lo peor no es que me haya ignorado. Lo peor es que yo quería que me saludara.

—Amara, cariño, eso se llama ego.

—No, eso se llama autoestima pidiendo auxilio.

Después de colgar, me quedé mirando el techo.

Repetí mentalmente la escena.

El ascensor.

Su silencio.

Esa mirada final.

Y no pude evitar pensar:

¿Por qué alguien al que no le debo nada parecería enojado conmigo?

Quizás me equivoqué.

Quizás su cara natural es “malhumorado en HD”.



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En el texto hay: romance y humor, chiklit, muchos novios

Editado: 27.10.2025

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