¿Alguna vez han sentido que el universo tiene un sentido del humor retorcido?
Pues bien. El mío no se anda con sutilezas: se deleita en ponerme en situaciones tan incómodas que podrían servir de guion para una película de enredos románticos dirigida por un gato ebrio.
Vamos por partes.
Primero, hablemos de mi café. Ese café que, hasta hace poco, venía con un muffin de frambuesa preparado por Javier, el dueño de la cafetería más cercana a mi trabajo, también conocido como “ese hombre que me desconcierta más que una serie de Netflix cancelada en su mejor temporada”.
Y sí, dejé de ir porque su sola presencia me ponía nerviosa. No sé si era su forma de mirarme (medio molesto, medio intrigado, medio “te estoy analizando el alma mientras tomo espresso”), o el hecho de que una parte de mí —la parte irresponsable y hormonal— lo encontraba ridículamente atractivo.
Así que decidí cambiarme de cafetería.
Gran error.
El café nuevo sabía a castigo divino. Un brebaje tan amargo que, si se lo ofrecieras al diablo, probablemente te diría: “no, gracias, ya tengo suficiente con el infierno”.
Pero bueno, lo importante era evitar a Javier, ¿no? Esa era la meta.
Hasta que, por supuesto, la vida decidió reírse de mí de nuevo.
—¿Estás segura de que no extrañas tu muffin de frambuesa? —preguntó Diana, mi compañera de trabajo y mejor amiga, mientras tecleaba frenéticamente un correo.
—Lo que extraño es que no me miren como si acabase de patear un gatito cada vez que entro a pedir un café —respondo, intentando sonar digna.
—¿Y Javier?
—¿Qué hay con él? —pregunté, fingiendo desinterés.
—Nada, solo que su nombre todavía te hace arquear una ceja.
La miro. Esta mujer me conoce demasiado.
Suspiro.
—No sé, Diana. Es raro. A veces pienso que me odia, y otras… que me quiere asesinar con una mirada sexy.
—A veces esas dos cosas son lo mismo —dijo, encogiéndose de hombros.
Y ahí lo dejamos, porque hablar de Javier era invocar al caos. Literalmente.
Dos días después, adivinen quién estaba en el ascensor de mi trabajo cuando entré, con mi bolso, mi dignidad y una dona rellena de frustración en la mano.
Exacto.
Javier.
Casi se me cae la dona.
El tipo estaba ahí, impecablemente vestido, hablando por teléfono con alguien sobre “un informe de proveedores”. Ni siquiera se sorprendió al verme entrar. Es más: me ignoró.
Ni un “hola”. Ni una mirada. Nada.
Como si yo fuera parte del mobiliario. Una planta de oficina. O peor: un archivador viejo lleno de facturas.
—Oh, genial —murmuré para mis adentros, presionando el botón del piso doce con una sonrisa tensa.
Él terminó su llamada, guardó el celular y siguió mirando hacia adelante. Cero reconocimiento.
Ni siquiera esa media sonrisa sarcástica que me lanzaba cuando le pedía un muffin con menos azúcar.
¿Y lo peor?
No me aguanté.
—¿Así que ahora trabajas aquí? —pregunté, intentando sonar casual, aunque por dentro me moría de curiosidad.
Él me miró… dos segundos exactos. Dos segundos en los que me habría casado, divorciado y vuelto a casar con él en una telenovela mental.
—Solo vine a una reunión —respondió con voz baja, firme, sin una pizca de emoción.
Silencio.
Podría jurar que hasta el ascensor pitó incómodo.
—Ah. Qué coincidencia —dije, buscando una manera de mantener la compostura.
—Sí —contestó. Y nada más.
Fin del intercambio.
El ascensor llegó al primer piso. Los dos salimos al mismo tiempo. Caminamos en direcciones opuestas sin mirar atrás.
Fue como una escena de ruptura… pero sin haber tenido una relación.
Y no sé por qué, pero me dejó una sensación rara. Entre alivio y decepción.
O como cuando esperas un final de temporada épico y solo te dan un “continuará”.
Más tarde, en la oficina, Diana me miró por encima del monitor.
—Tienes cara de quien vio un fantasma o a su ex con otro.
—Peor —le dije, sentándome en mi cubículo—. Vi a Javier.
—¿Dónde?
—En el ascensor. Otra vez.
—¡Qué! —exclamó tan alto que dos compañeros levantaron la vista—. ¿Y qué hacía él ahí?
—Según él, vino a una reunión. Pero se notaba molesto… no sé si conmigo o con el mundo.
—¿Y te habló?
—Sí. Pero con el entusiasmo de una planta carnívora muerta.
Diana soltó una carcajada.
—Ay, Amara. Deberías hacer un podcast sobre tus desastres amorosos. Lo llamas “Crónicas de una romántica funcionalmente rota”.
—Lo pensaré.
La verdad, me intrigaba.
Javier no tenía por qué aparecer en mi edificio. Ni en mi vida, otra vez.
Pero ahí estaba.
Y, para colmo, ni siquiera podía quejarme de verlo, porque una parte muy estúpida de mí disfrutaba ese misterio suyo, esa mezcla de enojo y elegancia.
Como si cada gesto suyo dijera: “sé que te desconcierto, y me gusta”.
El resto de la semana transcurrió como una rutina caótica.
Llego tarde.
Diana me sermonea.
Yo finjo prometer que cambiaré.
Y, por supuesto, me quedo después de hora para compensar.
Círculo vicioso.
Esa fue la razón por la que, casi todos los días, mi salida coincidía con la del conserje, no con la de mi amiga.
Hasta que ese viernes, milagrosamente, terminé mis tareas a tiempo.
Diana me miró como si hubiera presenciado un evento sobrenatural.
—¿Salimos juntas hoy?
—Milagro navideño, lo sé —dije riendo—. Vamos al bar que dijiste.
—Perfecto. Me traje ropa para cambiarme.
Así que, al final del día, nos dirigimos al ascensor con nuestras carteras y vestidos enrollados en bolsas.
Yo estaba feliz, relajada, convencida de que nada podía arruinar mi buen humor.
Hasta que se abrieron las puertas del ascensor.
Y allí estaban Sebastián y Javier.
Sí. Sebastián.
Mi ex.
El ingeniero amable, educado, con un… problemita de proporciones mínimas en el área de la virilidad.