Hay una regla no escrita del universo que debería enseñarse en los colegios, junto a “no metas el tenedor al enchufe” y “no llames a tu ex después de las dos de la mañana”:
Jamás salgas un viernes al bar donde sabes que podrías encontrar a tus errores pasados.
Yo, evidentemente, no aprendí la lección.
Pero antes de juzgarme, recuerden: había tenido una semana laboral digna de un documental sobre estrés corporativo.
Me merecía una noche de mojitos, risas y olvidar que existían los hombres con muffins, penes chiquitos o reuniones de trabajo.
Diana y yo llegamos al bar con toda la actitud. Era de esos lugares donde las luces son tan tenues que hasta las malas decisiones parecen románticas. El DJ ponía música que te hacía mover la cabeza aunque no quisieras, y los tragos venían decorados con mini paraguas, lo que automáticamente me hace sentir que tengo mi vida bajo control.
Error número uno.
—Brindemos —dijo Diana levantando su copa—, por la emancipación emocional y el pene pequeño de Sebastián.
—Amén —contesté, alzando la mía con solemnidad.
—Y porque Javier se trague su muffin de orgullo.
—Aleluya.
Chocamos las copas y bebimos como si fuéramos protagonistas de una telenovela con presupuesto.
El ambiente era agradable, lleno de risas y conversaciones cruzadas. Hasta que mi cerebro decidió entrar en modo radar de tragedias.
Porque entre la multitud, entre las luces cálidas y los rostros borrosos por el gin tonic, lo vi.
Pablo.
Sí.
Pablo.
El ex más ex de todos mis ex.
El único con quien tuve algo que podría llamarse una relación estable (en comparación con mis otros romances exprés).
Seis meses.
Seis gloriosos y confusos meses que culminaron en una ruptura con gritos, lágrimas y una planta arrojada por la ventana.
Y lo peor: había olvidado por qué terminamos.
Lo recordé solo cuando Diana, mi voz de la razón, soltó un “oh no” que me heló la sangre.
—¿Ese no es…?
—Sí —dije, sin apartar la vista.
—El celoso crónico.
—¿Qué?
—¡Amara! —me miró con ojos de madre decepcionada—. Terminaste con él porque era más posesivo que mi abuela con sus cucharas de plata.
Ah.
Eso.
Flashback time.
Tres años atrás.
Yo, feliz y un poco ingenua, compartiendo departamento con Pablo.
Él tenía esa mezcla peligrosa de ternura y control disfrazado de amor.
Al principio era adorable. “Cuídate”, “avísame cuando llegues”, “me encanta cómo te ves”.
Después, sutilmente, se transformó en:
“¿Quién te escribió a las tres?”,
“¿Por qué no contestaste mis llamadas?”,
“Ese vestido es demasiado corto, Amara”.
Y claro, yo lo excusaba. Porque el amor hace eso: te vuelve idiota con estilo.
Hasta que un día, cuando le conté que saldría con Diana al cine, apareció en el cine.
Literalmente.
Tres filas detrás.
Con gafas oscuras.
Como si nadie fuera a notar a un tipo de 1.85 metros intentando pasar por invisible en una sala de Los Vengadores.
Fin del flashback.
**Fin de la paciencia.
Así que sí, Pablo, el celoso profesional, estaba ahora a tres mesas de mí, bebiendo una cerveza artesanal y sonriendo como si no hubiera monitoreado mis likes durante meses.
—No te atrevas —dijo Diana, leyendo mi mente.
—¿Qué?
—No vayas.
—Ni siquiera he dicho nada.
—Pero te conozco. Te pica la curiosidad como cuando ves el microondas marcando “00:01” y tienes que presionar el botón.
Suspiro.
Tiene razón.
Pero justo cuando decidí hacerle caso y concentrarme en mi trago…
—Amara.
Su voz.
Grave. Familiar. Inconfundible.
Volteé, y ahí estaba él, de pie frente a mí.
Mismo cabello oscuro, barba bien recortada, sonrisa segura.
Aunque ahora había algo distinto en sus ojos.
Menos tormenta. Más calma.
—Pablo.
—Wow… tres años. Te ves igual.
—Gracias. Tú también… te ves… menos controlador —solté sin filtro.
Diana casi se atraganta con su mojito.
Él rió, sorprendentemente sin ofenderse.
—Merecido. Pero he cambiado, de verdad.
Lo miré con una ceja arqueada.
—Eso dicen todos los ex antes de cagarla de nuevo.
—No, en serio. —Se sentó frente a mí sin pedir permiso, pero sin la arrogancia de antes—. Hice terapia.
—¿Terapia?
—Sí. Dos años. Aprendí a manejar mis emociones, a no proyectar mis inseguridades en los demás.
—¿Y cómo vas con eso?
—Bien. Ya no reviso los historiales de WhatsApp de nadie.
Diana se inclinó hacia mí y susurró:
—Eso ya es progreso. Antes te revisaba hasta el Spotify.
—Mira —continuó Pablo, con tono tranquilo—. No quiero incomodarte. Solo quería saludarte.
—Lo estás logrando —dije, pero sin mala intención.
Él sonrió.
—Siempre igual de sarcástica.
Nos quedamos en silencio unos segundos. Pero de los buenos. De esos que no incomodan, sino que te hacen sentir que el tiempo se detuvo un poquito.
Y entonces, por alguna razón que todavía no comprendo, decidí ser amable.
Quizás era el mojito.
O la música suave.
O el hecho de que parecía genuinamente diferente.
—¿Sigues en ingeniería? —pregunté.
—Sí, pero ahora tengo mi propia empresa. Consultoría eléctrica. Nada glamuroso, pero paga el alquiler.
—Mira tú. Yo sigo aquí, sobreviviendo al mundo corporativo y coleccionando desastres sentimentales.
—Eso nunca cambia —bromeó él.
Me reí.
Y ahí estaba. Esa sensación antigua, cálida.
No amor, no. Pero algo familiar.
Una especie de “ya pasamos por esto y no explotamos”.
Cuando Pablo se fue a la barra por otra cerveza, Diana me miró con cara de por favor no.
—¿Qué? —le pregunté.
—No vas a volver con él.