¿Sabes esa sensación cuando vas a una cita y no sabes si vas a reencontrarte con un viejo amor… o con un viejo trauma?
Bueno, eso exactamente sentí el sábado.
Me pasé la tarde frente al clóset como si fuera un campo de batalla emocional. Tenía que encontrar el equilibrio perfecto entre “madura y felizmente superada” y “mira lo que te perdiste”. Terminé eligiendo un vestido negro, sencillo, con un escote que decía no te emociones demasiado, pero igual mírame.
Cuando llegué al restaurante, Pablo ya estaba allí. Lo reconocí al instante, aunque ahora tenía el cabello un poco más largo y esa barba perfectamente descuidada que parece que los hombres se hacen crecer justo cuando empiezan terapia. Y sí, me sonrió con esa mezcla de ternura y culpa que te hace recordar por qué alguna vez caíste.
—Amara —dijo, poniéndose de pie como si fuera un caballero de esos que ya no existen.
—Pablo —respondí, con una sonrisa que llevaba pegada más nervios que sinceridad.
Nos sentamos. El lugar era elegante pero sin pretensiones, con luces tenues y música de fondo lo suficientemente suave como para escuchar el sonido de las copas rozando. Pedimos vino. Por supuesto, él insistió en elegirlo, porque según dijo, había aprendido a disfrutar las cosas con calma.
“Con calma”, pensé. Qué palabra más peligrosa.
Durante la cena, me contó que había hecho terapia por casi dos años. Que había aprendido sobre el apego, los límites, la comunicación emocional, y todo ese catálogo de palabras que suenan como si vinieran directamente de un TED Talk.
Yo lo escuchaba con una mezcla de ternura y sospecha. Era como ver una versión beta mejorada de alguien que ya conocías demasiado.
—A veces pienso en lo que tuvimos —dijo, bajando un poco la voz—. Y me doy cuenta de que te presioné mucho.
—Bueno… eras intenso —respondí, riendo con un poco de vino entre los labios.
—Sí. Pero ahora entiendo por qué. Tenía miedo. Miedo de perderte.
Y ahí fue donde mi corazón, traidor, decidió dar un saltito.
Nos quedamos callados un segundo. Ese tipo de silencio incómodo que no es tan incómodo, sino más bien eléctrico. Como si los recuerdos se sentaran con nosotros a la mesa.
Y justo cuando estaba a punto de decir algo para romper el momento, lo vi.
En la mesa del fondo, junto a la ventana, estaba mi vecino.
Sí, el vecino-dios-griego.
Cabello rubio, camisa gris, los antebrazos marcados, esa mirada azul que podría derretir el hielo de una tormenta.
Por supuesto, fingí que no lo vi. Porque ¿qué haces cuando el hombre que te gritó enojado por cantar a media noche te ve cenando románticamente con un ex?
Exacto: finges que no existe y rezas para que el piso te trague.
Pablo seguía hablando, y yo asentía, pero mi cerebro se había ido.
Solo podía pensar en esos ojos que sentía fijos en mí, aunque no me atrevía a mirar otra vez.
Al final, cuando terminamos el postre (una tarta de chocolate que prometía más de lo que cumplía), Pablo sugirió que diéramos un paseo.
Y claro, dije que sí. Porque no soy buena rechazando cosas que suenan a película romántica, aunque mi vida sea más comedia que romance últimamente.
Salimos del restaurante y, para mi suerte o mi condena, el aire estaba tibio, de ese que huele a finales de algo. Caminamos en silencio hasta mi edificio. Él hablaba de su nuevo trabajo, de cómo ahora meditaba cada mañana, y de cómo había aprendido a no controlar todo. Yo sonreía, pero dentro de mí había una parte que gritaba: ¿Y si esta vez sí cambió?
Cuando llegamos a la entrada del edificio, me quedé parada un momento, sin saber si despedirme con un abrazo cordial o un beso de película.
Él lo resolvió por mí.
—Amara —dijo, mirándome a los ojos con esa intensidad que recordaba demasiado bien.
—¿Sí?
—No quiero que esto suene raro, pero… te extrañé. Mucho.
Y antes de que pudiera pensar, me besó.
No fue un beso torpe ni desesperado. Fue intenso, firme, con esa energía contenida de alguien que había ensayado mil veces ese momento en su cabeza.
Yo… bueno, yo le seguí el juego. Porque el vino, la nostalgia y los recuerdos son una mezcla letal.
El mundo se detuvo un instante. Hasta que, sin querer, abrí los ojos.
Y allí estaba el vecino, apoyado en el marco de la entrada del edificio.
Con los brazos cruzados, observándonos.
Su expresión no tenía nombre. No era celos, pero tampoco indiferencia.
Era esa mezcla incómoda de sorpresa, molestia y algo que parecía… curiosidad.
Pablo se apartó lentamente, sonriendo como si no hubiera notado nada.
—Te llamo mañana —dijo, con esa seguridad que tienen los hombres cuando creen que un beso los redime de todo el pasado.
Asentí. Pero mi mente estaba en otro lugar.
Bueno, en otro cuerpo. Uno de casi metro noventa con ojos de hielo y cejas fruncidas.
El vecino se movió apenas, como si quisiera decir algo, pero al final solo me sostuvo la mirada.
Y sin decir palabra, entró al edificio.
Yo me quedé ahí, con los labios aún tibios por el beso de un ex y el corazón latiendo por un hombre con el que ni siquiera había intercambiado nombres.
Te juro, querido lector —sí, te hablo a ti—, que mi vida amorosa parece escrita por un guionista enloquecido.
Uno que disfruta verme tropezar con mis propios sentimientos una y otra vez, solo para dejarme pensando si en realidad todo esto tiene algún propósito o si simplemente soy la protagonista de una telenovela con presupuesto de indigente.
Subí al departamento y me miré al espejo.
El reflejo me devolvió una sonrisa medio culpable, medio emocionada.
—No empieces, Amara —me dije.
Pero claro, ya había empezado.