Corazón de Veleta

14.-Celoso

Me desperté con el sonido de un cepillo eléctrico que parecía estar taladrando la pared. Abrí un ojo. Eran las siete de la mañana. Pablo se estaba afeitando mientras escuchaba música, sin audífonos.

Si el amor verdadero sobrevivía a eso, merecía un premio.

—¿Estás bien? —preguntó desde el baño, con espuma hasta las orejas.

—Depende. ¿Planeas seguir tocando heavy metal a esta hora o era solo un ritual de apareamiento?

—Despierta el ánimo.

—Y mata el romance.

Él rió. Yo no.

Llevábamos dos semanas viviendo juntos y ya me sabía todos sus horarios, sus ruidos y sus manías.

Y lo peor era que algunas me gustaban.

Otras… bueno, había aprendido que el amor no siempre huele a flores: a veces huele a crema de afeitar y a batido de proteína.

Más tarde, mientras desayunábamos, Pablo puso el vaso de su licuado verde frente a mí con aire de oferta espiritual.

—Pruébalo.

—No quiero masticar mi desayuno.

—No se mastica.

—Lo intenté una vez y terminé llorando.

Se encogió de hombros y bebió el suyo.

Yo me limité al café. El de verdad. Negro, sin culpa ni espinaca.

—Hoy podríamos pasar por la cafetería de la esquina —dijo.

—¿La de Javier?

—¿Así se llama el tipo?

—Sí. Es el dueño. Hace los mejores muffins del planeta.

—Perfecto —sonrió—. Vamos.

Lo miré por encima de la taza.

Cuando Pablo dice “vamos”, en realidad quiere decir “ya decidí”.

La cafetería estaba llena del aroma a pan recién hecho y conversaciones ajenas. Era acogedora, cálida, y tenía esa luz dorada que hacía que todo pareciera más amable de lo que realmente era.

Detrás del mostrador, Javier levantó la vista.

Era imposible no notarlo: alto, delantal oscuro, camisa arremangada, sonrisa lenta.

El tipo de sonrisa que sabe exactamente qué está haciendo.

—Amara —dijo, como si me conociera de algo más que de venderme café.

—Hola, Javier.

—¿Lo de siempre?

—Sí, por favor. Y un muffin de arándano extra.

Pablo se sentó frente a mí, observando la escena como si estuviera viendo una película extranjera sin subtítulos.

—¿Vienes seguido? —preguntó.

—A veces, cuando quiero un café decente.

—Ah.

Javier trajo las tazas y los muffins.

Los colocó con una precisión casi ceremonial, pero su mirada se quedó un segundo de más en mí.

Un segundo que Pablo notó perfectamente.

—Qué suerte que volviste —dijo Javier con esa voz entre amable y peligrosa.

—Sí, bueno… el café de supermercado me está matando.

Sonrió.

—Lo imaginé. —Y luego, miró a Pablo—. ¿Café solo o con leche?

—Solo. —Su tono fue tan seco que podría haber absorbido la humedad del ambiente.

El silencio posterior fue incómodo.

Javier volvió a la barra, y Pablo siguió mirando su taza como si esperara encontrar respuestas existenciales en el fondo.

Yo me mordí el labio para no reír.

—¿Qué? —dijo él, sin levantar la vista.

—Nada.

—Tienes esa cara.

—¿Qué cara?

—La de “me estoy divirtiendo con tu incomodidad”.

—Es una cara polivalente.

Pablo soltó un suspiro.

—No me cae mal el tipo, solo… tiene esa actitud de “sé que me miras”.

—Tal vez porque sí lo miras.

—Lo estoy observando, no mirando.

—Ah, claro. Cazador, no turista.

Él sonrió apenas.

Yo escondí mi risa detrás de la taza.

Javier volvió con un plato extra.

—Prueba este —me dijo, dejándolo frente a mí—. Es nuevo, de canela y miel.

—No lo pedí.

—Invitación de la casa.

Pablo alzó una ceja.

Yo, por pura cortesía (y hambre emocional), tomé un bocado.

El muffin estaba increíble. Y sí, probablemente también era un error.

—Está delicioso —dije.

—Me alegra que te guste. Puedo apartarte algunos si me avisas.

Pablo sonrió. De forma inquietantemente amable.

—Qué atento. Seguro haces eso con todas tus clientas.

—Solo con las que saben apreciar el pan caliente —respondió Javier, mirándolo sin inmutarse.

Silencio.

Yo, en medio, deseando tener un agujero donde desaparecer.

Por algún motivo, la conversación me dio calor. Del incómodo.

Cuando salimos, Pablo no dijo nada por un rato.

Caminábamos uno al lado del otro, y podía sentir su tensión como si fuera electricidad.

—¿Estás bien? —pregunté finalmente.

—Perfectamente.

—Mientes peor que tu batido.

—Solo pienso que el dueño de la cafetería tiene un máster en coqueteo.

—Es amable.

—Tiene intenciones.

—Tiene muffins.

Me miró de reojo, con esa mezcla de celos y resignación.

—¿Y tú? ¿Qué tienes?

—Café —respondí, levantando el vaso para brindar.

Él se rió, pero no del todo convencido.

Seguimos caminando hasta que tropecé con la acera (porque, destino), el café se derramó un poco… sobre su zapato blanco.

—¡Ay! —exclamé, inútilmente.

—¿Qué haces?

—Te bautizo. En nombre del espresso.

Intenté limpiarlo con una servilleta, lo que solo lo empeoró.

Y en el forcejeo, terminé cayendo sobre él.

Literalmente.

Frente a una señora con perro y a un grupo de adolescentes que nos aplaudieron.

Nos miramos, los dos en el suelo, riendo entre frustración y ridículo.

—Romántico, ¿no? —dije.

—Si el romance huele a café derramado, sí —respondió él, intentando levantarse.

Lo ayudé, aunque más por orgullo que por éxito.

El perro nos ladró.

La señora negó con la cabeza.

Y yo pensé que, tal vez, vivir con Pablo no era tan terrible.

Después de todo, nadie más me haría reír así por pura torpeza compartida.

Esa noche, mientras él preparaba la cena, le lancé una mirada divertida.

—¿Te quedó rencor por Javier?

—¿Quién es Javier? —dijo con fingida inocencia.

—El de los muffins.

—Ah, el enemigo público número uno.



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En el texto hay: romance y humor, chiklit, muchos novios

Editado: 27.10.2025

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