Corazón de Veleta

15.-Celoso

Nunca pensé que estar con Pablo iba a ser un entrenamiento militar encubierto.

Y no me refiero a ejercicios de gimnasio ni nada de eso; me refiero a un curso intensivo en lectura de miradas masculinas, control de vestimenta, prevención de posibles coqueteos y, sobre todo, sobrevivir a un novio celoso mientras mantienes tu cordura intacta.

Era lunes por la mañana, y yo estaba frente al armario decidiendo qué ropa ponerme.

Un acto que normalmente llevaba cinco minutos, ahora se había convertido en un interrogatorio psicológico. Cada blusa era un cuestionario, cada falda un examen de resistencia emocional.

Elegí una blusa con escote discreto y una falda que no era corta pero tampoco parecía uniforme de monja. “Perfecto”, pensé. “Nada que pueda provocar celos ni miradas asesinas”.

—Amara. —La voz de Pablo surgió de la nada, con esa mezcla de calma y amenaza que solo él podía lograr—. Esa blusa… demasiado escote.

Me incliné sobre la cama, con la mano en el pecho como si estuviera a punto de desmayarme.

—¿Demasiado escote? —pregunté, divertida—. Pablo, es escote normal.

—Normal para quién. —Frunció el ceño, serio como si estuviera dando un veredicto judicial—. Para mí no lo es.

—Ah, claro. Porque tú decides el nivel de decoro universal.

—Al menos el mío —dijo, cruzando los brazos.

Hice una mueca dramática, exagerando cada gesto.

—¿Qué sigue? ¿Mi falda?

—Sí, está muy corta —dijo, sin dudar.

—¿Y los pantalones ajustados también? —pregunté, soltando una risita.

—Pantalones ajustados, tampoco —replicó, serio, mortal, con esa mirada que podía matar.

Bienvenidos a la primera semana de celos de Pablo. Cada mañana era un cuestionario de vestimenta; cada encuentro con hombres en la calle, un examen de paciencia.

… —¿Ves a ese chico? —señaló un repartidor que pasaba frente a nosotros—. ¿Te atreves a mirarlo?

—Pablo, solo está repartiendo periódicos.

—Eso es lo que quieres que pensemos.

—¿Pablo! —exclamé, soltando una risa nerviosa—. Es sólo papel para envolver pescado mañana.

El miércoles fue un chorro de agua que casi me llenó el vaso. Bajaba al lobby para ir a la cafetería de Javier cuando apareció el vecino.

—Hola —dijo él, con una sonrisa tranquila que parecía capaz de derretir acero, y altura que hacía que cualquier escalón pareciera insuficiente para sostenerme.

Pablo se tensó. Su ceño se frunció con la precisión de un cirujano. Yo devolví el saludo con un ligero movimiento de cabeza. El vecino solo sonrió, como si el mundo entero estuviera en calma y yo fuera la única que sentía que iba a estallar.

—¿Quién es ese tipo? —preguntó Pablo, clavando los ojos en el ascensor.

—Eh… solo el vecino —dije, encogiéndome de hombros—. Ni siquiera sé su nombre.

—¿Solo el vecino? —repitió, su voz bajando como si estuviera contando cada palabra para no perder la calma—. Eso no me basta.

—Pablo, ¡ni siquiera me interesa! —protesté—. Solo pasa por el ascensor.

El vecino nos saludó con una leve inclinación de cabeza, y yo respondí igual de tímida. Pablo, por su parte, lo observaba como si estuviera entrenado para detectar la más mínima señal de coqueteo.

—Ni se te ocurra ir sola a la cafetería —dijo Pablo en cuanto el ascensor se cerró.

—¿En serio? —pregunté, levantando una ceja—. Ni siquiera sé su nombre.

—Eso no cambia nada. No vas sola —dijo, con esa mezcla de amenaza y ternura que hace que quieras reír y llorar al mismo tiempo.

Entramos al departamento y la discusión continuó.

—Pablo, de verdad —empecé, tirándome en el sofá—. No entiendo tus celos. Ni siquiera sé quién es el vecino.

—Eso es lo que él quiere que creas —dijo, golpeando suavemente el sofá—. Está ahí, observándote. Te observa.

—¡Pablo! —exclamé, riendo un poco por la exageración—. ¿Te imaginas que se quede todo el día mirándome desde el ascensor?

—¡Exacto! —dijo, grave—. Cada gesto cuenta.

Suspiré y dejé que él tuviera su momento dramático. Después de todo, un poco de paranoia romántica es casi entrañable… casi.

Al día siguiente, conté todo a Diana mientras organizábamos papeles en la oficina.

—Y entonces, Pablo dijo que no podía ir sola a la cafetería porque el vecino estaba en el ascensor —dije, suspirando dramáticamente—. ¿Te das cuenta? Ni siquiera sé su nombre.

—Te lo dije —respondió Diana, con esa mezcla de ternura y burla que me hace querer abrazarla y reír a la vez—. Te lo dije.

—Sí, pero pensé que era exageración mía —dije—. ¡Mira que es exagerado!

—Exagerado y adorable. Esa es la combinación que destruye.

Nos reímos. Porque, vamos, ¿qué otra reacción podía tener frente a la locura romántica que era mi vida ahora?

—En serio, Diana —continué—. No entiendo cómo puedo estar con alguien adorable y a la vez sentir que estoy bajo arresto domiciliario emocional.

—Porque lo estás —dijo ella—. Pero al menos tienes muffins, drama y risas. Eso compensa un poco.

Le sonreí, aunque internamente estaba planeando cómo sobrevivir a la semana siguiente sin que Pablo se convirtiera en inspector de ascensores, faldas y escotes, y sin que el vecino se volviera un problema que ni siquiera sabía cómo manejar.

—Gracias por el consejo —le dije, levantando la taza de café imaginaria—. Sobreviviremos. O moriremos de risa en el intento.

Pasaron los días y cada encuentro con el vecino hacía que Pablo tuviera que usar toda su fuerza mental para no explotar. Cada saludo cortés mío, cada sonrisa inocente, era analizada con lupa.

—Amara… ¿le hablaste? —preguntó Pablo un jueves, mientras subíamos en el ascensor.

—Solo le dije “hola” —dije, con la voz de quien intenta calmar a un niño furioso.

—“Hola” —repitió, frunciendo el ceño—. Eso es demasiado.

—¿Demasiado? —pregunté, divertida—. Solo dije “hola”.

—No entiendes… —dijo, como si fuera un tratado filosófico sobre celos y posesión—. Cada palabra cuenta.



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En el texto hay: romance y humor, chiklit, muchos novios

Editado: 27.10.2025

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