Nunca subestimen el poder de una cafetería tranquila, un barista provocador y un novio con celos sobrehumanos. Yo lo aprendí de la peor manera, claro, mientras le contaba todo a Diana en nuestra oficina, con la complicidad que solo los amigos tienen.
—No sé cómo todavía estás viva después de todo esto —dijo Diana, arqueando las cejas mientras yo relataba la epopeya del muffin y el café derramado.
—Créeme —dije, recostándome en mi silla—, fue una mezcla de adrenalina, risas y pura locura. Pablo parecía que iba a arrancarle la cabeza a Javier en cualquier momento.
—Amara… —dijo Diana, bajando la voz como si me revelara un secreto universal—. Deberías terminar con él. Antes de que mate a alguien, empezando por Javier.
—¡Oye! —protesté, exagerando la indignación—. ¡Todavía me gusta! Además, me da de comer el muffin a la boca, ¿qué más podría pedir?
—Sí, hasta que le tiran café encima y empieza una pelea de película de acción —replicó Diana, negando con la cabeza—. Amara, amor, esto no es normal.
—No, no lo es —concedí, riendo—. Pero tampoco puedo negar que la situación tenía su toque emocionante. ¡Vamos! ¿Cuántas personas pueden decir que sobrevivieron a un barista provocador y un novio celoso en la misma tarde?
Diana suspiró, claramente resignada, mientras yo terminaba de relatar los detalles más ridículos, incluyendo cómo Javier parecía disfrutar provocándome y haciendo estallar a Pablo en segundos.
…
Una semana después, me encontraba de nuevo en la cafetería, sentada con Pablo, intentando mantener la calma mientras compartíamos un muffin y café. Todo parecía tranquilo, demasiado tranquilo.
—Amara… —susurró Pablo, sin mirarme—. Hoy no muevas las manos cerca de él.
—Pablo… —dije, con tono sarcástico—. Solo voy a beber café y comer. No voy a intercambiar votos matrimoniales con el barista.
—No lo subestimes —dijo, frunciendo el ceño—. Ese hombre es peligroso.
Yo me incliné hacia mi muffin, tratando de mantener la respiración normal, cuando de repente apareció Javier, trayendo un pedido… y una rosa para mí.
—¡¿Qué?! —exclamé en un susurro, mirando a Pablo.
—¡NO! —gritó Pablo, levantándose de un salto—. ¡Eso no se hace!
Se produjo un silencio incómodo mientras Javier colocaba la rosa sobre la mesa con una sonrisa que decía: “Sí, lo hice, y me gusta Amara”.
—¡¿Qué significa esto?! —gritó Pablo, señalando la rosa y a Javier—. ¡¿Qué pretendes trayendo eso aquí?!
Javier se encogió de hombros, manteniendo la calma como si todo fuera parte de un plan de dominación mundial.
—Solo quería entregar esto —dijo, señalando la rosa—. Y el pedido.
—¡Esto es inaceptable! —gritó Pablo—. ¡¿Por qué tienes que traerle flores a ella?!
—¡Sólo es una rosa! —dije, divertida y horrorizada al mismo tiempo—. ¡No es un ataque nuclear!
Pero Pablo no estaba dispuesto a escuchar razones. Se abalanzó sobre Javier, comenzando una pelea inmediata, mientras yo gritaba y trataba de separarlos.
—¡Basta! —grité, golpeando sus brazos—. ¡Esto es una cafetería, no un ring de boxeo!
Y ahí estaban, lanzándose platos, tazas y muffins por toda la cafetería. La escena era un caos absoluto: café derramado, muffins aplastados (lo peor de todo), clientes horrorizados grabando con sus teléfonos, y yo atrapada en medio de la guerra como si fuera la protagonista de una comedia romántica muy, muy violenta.
—¡Pablo, basta! —grité otra vez, intentando proteger mi muffin restante—. ¡Vas a destruirlo todo!
—¡No me importa! —gritó él, empujando a Javier contra una mesa—. ¡Esto es por ti, Amara!
—¡Y yo solo quería darle una rosa! —exclamó Javier, esquivando un golpe y tratando de recuperar algo de dignidad—. ¡No tienes que pelearte por una flor!
Yo no sabía si reírme, llorar o esconderme detrás de un muffin. Entre empujones, tazas volando y muffins aplastados, sentí que estaba viviendo la peor y más divertida escena de mi vida amorosa.
…
Finalmente, no soporté más y salí corriendo de la cafetería. Necesitaba aire fresco, privacidad y un poco de cordura. Llegué a mi departamento con el corazón latiendo a mil, pensando en cómo explicarle a Diana lo que había pasado ahora. Pero antes de que pudiera quitarme los zapatos, Pablo llegó corriendo detrás de mí.
—¡Amara! —gritó, empujando la puerta—. ¡Tenemos que hablar!
—¡No, Pablo! —grité, apartándolo—. ¡No vamos a hablar!
Él comenzó a romper cosas en el departamento, lanzando cojines y revistas por toda la sala, mientras yo gritaba y corría para apartar los objetos.
—¡Esto se terminó! —dije finalmente, con voz firme—. ¡Tienes que irte!
—¡Nunca! —gritó él, mientras yo veía con horror cómo derribaba la lámpara de pie—. ¡Esto es por ti!
En medio del caos, escuché un golpe en la puerta.
—Nena… —una voz profunda y calmada—. ¿Todo bien?
Abrí la puerta y allí estaba el vecino, que había oído los gritos y decidió intervenir.
Sin pensarlo, me ayudó a sacar a Pablo del departamento, mientras él seguía gritando y yo me agarraba la cabeza en un intento de mantener la calma.
—Gracias… —dije entre suspiros, mientras el vecino empujaba a Pablo hacia la puerta—. No sé qué hubiera hecho sin tu ayuda.
—Solo asegúrate de que no vuelva a pasar —dijo él, con tono serio pero protector, mientras cerraba la puerta tras Pablo—.
Me dejé caer en el sofá, respirando hondo, mientras el silencio caía sobre el departamento. Podía sentir la adrenalina todavía corriendo por mis venas y la mezcla absurda de humor y terror que esta situación me había provocado.
Porque, queridos lectores, nunca subestimen lo que una rosa, un muffin y unos celos extremos pueden hacer en la vida de una mujer como yo.