Corazón de Veleta

18.-Cafetero

Juro que nunca imaginé que terminar con alguien sería tan agotador como salir con él. De verdad.

Pablo era ese tipo de ex que no entiende la palabra “fin”. Como si cada “adiós” fuera un “nos vemos en cinco minutos”.

Desde el día en que lo saqué —literalmente— de mi departamento, no ha parado de enviarme regalos. Primero flores, luego chocolates, después cartas con letra cursiva que parecían escritas por un poeta desesperado y, finalmente, un osito de peluche que decía: “Aún te pienso”.

Lo peor es que venía acompañado de una caja de muffins. Mis favoritos. De la cafetería de Javier.

Sí. De esa cafetería.

Y si creías que mi vida no podía complicarse más… te equivocas.

Diana me escuchaba cada mañana con esa mezcla de resignación y fascinación que sólo se reserva para los accidentes automovilísticos.

—Amara, cariño —me dijo un lunes, mientras me pasaba un café—. Lo tuyo con Pablo está entrando en terreno de thriller psicológico.

—Ay, no exageres —dije, aunque lo hacía. Mucho—. Sólo me manda flores, chocolates y uno que otro mensaje a las tres de la mañana diciendo que soñó conmigo.

—¿Y eso no te parece exagerado? —respondió, levantando una ceja.

—Bueno, al menos ya no acampa frente a mi edificio —intenté bromear, aunque no sonó tan gracioso como esperaba.

Diana suspiró, resignada.

—Te dije que ese tipo era un desastre con piernas. Ahora vas a tener que ponerle límites de verdad, Amara.

—Ya lo hice —dije, alzando mi taza como escudo—. Ayer le mandé un mensaje diciéndole que si me seguía o volvía a mandarme algo, iba a ir a la policía.

—¿Y qué te respondió?

Hice una pausa.

—Que entendía… pero que igual me mandaría muffins porque “sabía que me alegraban el día”.

Diana se golpeó la frente con la mano.

—Te va a hacer engordar por compasión —bufó—. Ese hombre no tiene límites.

Yo solté una risa nerviosa, porque si no me reía, lloraba. Y llorar con rímel no era mi mejor look.

Esa tarde, después del trabajo, decidí ir a la cafetería. No tanto por los muffins (mentira, sí por los muffins), sino porque necesitaba algo de normalidad.

El café olía a hogar, y Javier… bueno, Javier tenía esa mezcla de seguridad y sonrisa ladeada que hacía que olvidaras el desastre emocional que eras.

Apenas crucé la puerta, él levantó la vista desde la barra.

—Amara. —Su voz sonó cálida, con un matiz de sorpresa que me derritió un poquito más de lo necesario—. No te veía desde…

—Desde que mi ex casi te lanza una silla, sí, lo recuerdo —respondí, intentando sonar casual mientras me quitaba el abrigo.

Su sonrisa se amplió apenas un poco.

—Me alegra verte entera. Y sin compañía peligrosa.

—Estoy practicando el sola pero fabulosa —dije, sentándome frente a la ventana—. ¿Tienes muffins de arándano?

—Siempre para ti —respondió, girándose hacia la bandeja—. Pero espero que esta vez no los acompañe el drama gratuito.

No pude evitar reír.

—Eso intento evitar —dije, aunque en el fondo sabía que el drama me perseguía como el azúcar al café.

Mientras él preparaba mi pedido, me quedé observándolo. Había algo diferente en su forma de moverse, como si el tiempo desde aquella pelea le hubiera dado cierta calma. O quizás era yo la que necesitaba verla.

Cuando trajo mi muffin y mi café, se inclinó apenas sobre la mesa.

—¿Y tu ex? —preguntó con voz baja, casi en confidencia.

—Sigue creyendo que estamos en una telenovela —respondí—. Pero al menos yo ya me bajé del elenco.

Él rió suavemente, esa risa grave que me daña la concentración.

—Me alegra. —Su mirada se suavizó—. Te mereces tranquilidad.

Por un momento, el silencio se volvió cómodo. Inusual, pero cómodo.

Y ahí fue cuando me di cuenta de que lo estaba mirando de más. Como si mi cerebro estuviera analizándolo como posibilidad. Lo cual era una pésima idea, considerando que la última vez que un beso suyo me alcanzó, mi vida se convirtió en un capítulo de Caos con Amara.

—¿Por qué me miras así? —preguntó él, sonriendo de lado.

—No te miro “así” —mentí, bebiendo de mi taza para distraerme.

—Claro que sí. Tienes cara de estar haciendo cálculos.

—No. Solo pensaba que probablemente debería cambiar de cafetería… —dije, intentando sonar irónica.

—Podrías —replicó—, pero igual volverías.

Y maldita sea, tenía razón.

Durante las semanas siguientes, Pablo siguió apareciendo.

A veces en forma de flores, a veces en forma de mensajes, y una vez —esta es real— en forma de poema impreso en vinilo y pegado en la puerta de mi departamento.

“Mi luna Amara”, comenzaba.

Me tomó diez minutos arrancarlo, y tres para buscar cinta adhesiva y volverlo a pegar, porque el ego tiene límites pero el romanticismo barato me hace gracia.

Sin embargo, una parte de mí comenzó a cansarse. No del todo de Pablo, sino del miedo constante a cruzarlo en la calle, a encontrarlo esperándome.

Esa ansiedad silenciosa que se mete debajo de la piel.

Así que un viernes, decidí volver a la cafetería sin pensarlo demasiado.

Necesitaba café, azúcar… y algo que me hiciera sentir que el mundo todavía podía oler a canela y no a perfume de exnovio arrepentido.

Javier estaba detrás del mostrador, hablando con un cliente, pero cuando me vio, su mirada cambió. Se detuvo.

—Pensé que te habías olvidado de mí —dijo, acercándose con una sonrisa lenta.

—Difícil olvidar a alguien que me dió flores para iniciar una pelea —le respondí.

—Fue una flor estratégica —replicó, divertido—. No podía dejar que ese tipo siguiera gritando.

—Pues tu estrategia fue… intensa.

Él bajó la mirada un instante, y luego la subió de nuevo, directa.

—¿Y si te dijera que me quedé con ganas de hacerlo sin excusas?

Sentí que el corazón me daba una voltereta.

Intenté responder con algo ingenioso, pero mi cerebro entró en huelga.



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En el texto hay: romance y humor, chiklit, muchos novios

Editado: 27.10.2025

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