Si la vida tuviera banda sonora, ese lunes en particular habría sonado a violines tristes mezclados con el pitido de mi microondas.
No por una tragedia, sino por Pablo.
Sí, otra vez Pablo.
El mismo que me había jurado que se iría “para siempre” —palabras textuales—, decidió escribir una carta.
En papel.
Con pluma.
Sellada con cera roja, como si estuviéramos en el siglo XVIII o yo fuera la duquesa de algún castillo en ruinas.
La encontré en el buzón al volver del trabajo. En el sobre ponía: “Para mi eterna Amara”.
Y ya con eso supe que necesitaba servirme una copa de vino antes de leerla.
Querida Amara, he decidido tomar distancia para sanar. Volveré a tomar terapia, esta vez fuera del país. Me iré a España, donde puedo enfocarme en mi crecimiento personal y dejar atrás el dolor que me causó perderte. No me pidas que no te piense, porque eso sería pedirme que deje de respirar. Solo quiero que sepas que cuando vuelva, me encantaría que habláramos, si acaso el destino vuelve a cruzarnos. Tuyo siempre, Pablo.
Tuyo siempre. ¿Tuyo siempre?
Me reí sola.
—Tuyo siempre, mis muffins —murmuré, dejando la carta sobre la mesa—. Este hombre tiene el drama corriendo por las venas.
Y, obviamente, tuve que contárselo a Diana. Porque si hay algo que una mujer debe hacer cuando recibe una carta de amor de su ex psicodramático, es compartirla con su mejor amiga y burlarse un poco para sobrevivir.
A la mañana siguiente, en la oficina, esperé a que ella llegara con su café triple shot.
—Diana, tienes que escuchar esto —le dije, apenas cruzó la puerta.
—¿Otra cita fallida, otro muffin, o volvió Pablo en modo fantasma?
—Peor. Modo Shakespeare.
Le extendí la carta. Ella la leyó en silencio, con una expresión entre fascinada y horrorizada.
—¿Esto es en serio? —preguntó al terminar.
—Lo es. Y lo peor es que huele a perfume. Mi perfume. El que yo usaba cuando estábamos juntos.
Diana soltó una carcajada.
—No puedo con este tipo. Mira, te escribe que se va a “curar” y aun así intenta dejarte con culpa. Es un genio del drama.
—Podría ganarse un Oscar.
Nos miramos, y estallamos en risa. De esas que hacen que la gente del cubículo de al lado asome la cabeza con cara de “¿y estas qué tomaron?”.
—¿Y qué vas a hacer? —preguntó, limpiándose una lágrima de risa.
—Nada. No pienso responderle. Si necesita sanar, que sane en silencio.
—Bien dicho, reina. Que practique la terapia y la distancia emocional. Allá lejos.
Levantamos las tazas de café como si fueran copas.
Brindamos por mi ex-ilusión y la salud mental mundial.
Después de eso, me sentí… rara.
No triste, pero tampoco indiferente.
Era como si por primera vez mi vida sentimental tuviera espacio libre, sin que alguien intentara ocuparlo por la fuerza.
Y claro, en ese espacio libre se coló Javier.
No me malinterpretes. No pasó nada nuevo. Pero mi cerebro se encargaba de reproducir ese beso como si fuera tráiler de película romántica.
Lo pensaba mientras trabajaba, mientras cocinaba, mientras fingía leer un informe. Y, obviamente, Diana lo notó.
—A ver, suelta —me dijo un jueves, mientras almorzábamos en la terraza del edificio—. Tienes cara de haber visto a tu protagonista masculino en cámara lenta.
—No he visto a nadie —mentí mal, porque se me escapó una sonrisa.
—Te brillan los ojos, Amara. Y no me refiero al corrector de ojeras.
—Bueno… —dije, suspirando—. Está bien. Besé a Javier.
El silencio que siguió fue el equivalente emocional a una bomba de confeti explotando.
—¿Qué? —gritó, casi atragantándose con su cafe.
—Shhh. No grites.
—¿Cómo que besaste a Javier? ¿El Javier del café, el que le tiró una taza a Pablo? ¿Ese Javier?
—Ese mismo.
Diana se echó hacia atrás en la silla, con una sonrisa enorme.
—Ok. Detente. Empieza desde el principio. Detalles. Todos. No me vengas con resúmenes de Wikipedia, necesito narrativa, iluminación y contexto.
Me reí, porque conocía ese tono.
—No hay tanto que contar —intenté, aunque sabía que era mentira—. Fui a la cafetería, hablamos un poco, y… bueno, me besó.
—No. No, no, no. Eso no me sirve —replicó, señalándome con el tenedor—. ¿Cómo fue? ¿Con música? ¿Con tensión? ¿Se miraron mucho antes?
Suspiré.
—Fue… inesperado. —Apoyé los codos sobre la mesa, recordando—. Estábamos hablando, nada del otro mundo. Me dijo que le alegraba verme bien, que merecía estar tranquila. Y cuando me fui a despedir, me tocó el brazo… y simplemente pasó.
Diana abrió la boca, fascinada.
—¿Y? ¿Cómo besa?
—Demasiado bien. —Lo dije sin pensar, y luego añadí—. O sea, bien, pero de ese bien que te deja confundida por tres días.
Ella se echó a reír.
—Amara, tú eres un imán para los problemas, pero admito que este tiene mejor presentación.
—Sí, bueno —murmuré, moviendo el muffin de mi plato con la cuchara—. El problema es que no sé qué hacer con eso.
—¿Quieres hacer algo? —preguntó ella, inclinándose hacia mí.
—No lo sé. A veces siento que quiero, pero luego pienso en todo lo que pasó con Pablo y… me da miedo volver a confiar.
—Eso es normal, amiga. Pero no puedes dejar que un hombre torpe te arruine la posibilidad de encontrar a alguien menos torpe.
Sonreí.
—O alguien que al menos me dé buen café.
—O que sepa usar la taza sin lanzarla, sí —rió ella.
…
Esa noche, ya en casa, abrí de nuevo la carta de Pablo.
No sé por qué. Tal vez por curiosidad morbosa. Tal vez por cierre.
La leí dos veces. No sentí rabia, ni nostalgia. Solo una especie de alivio tibio.
Tomé el papel, lo doblé cuidadosamente, y lo guardé en una caja donde guardo todas mis rarezas sentimentales: la entrada de cine de mi primer beso, un ticket de avión de un viaje fallido, un pendiente favorito sin par… y ahora, una carta sellada con cera.