Corazón de Veleta

20.-Vecino

Si alguien me hubiera dicho que una noche de fiesta con Diana terminaría siendo un completo desastre logístico y romántico, le habría reído en la cara.

Y sin embargo, aquí estoy: sentada en el suelo frente a mi puerta, con las rodillas abrazadas y una resaca monumental, esperando que la vida me traiga de vuelta un bolso que, aparentemente, decidió tomar vacaciones sin mí.

Todo empezó inocente. Bueno, no tan inocente.

Diana había llegado a la oficina ese viernes con cara de conspiradora.

—Amara —dijo, mientras me extendía una invitación impresa que parecía salida de un club exclusivo—. Vamos de fiesta. Esta noche, sin límites.

—Diana, tengo trabajo, café pendiente y una vida semi-organizada —intenté protestar—. Además, mis zapatos de oficina no están diseñados para sudar en una pista de baile.

—Ah, sí, claro, tus vidas semi-organizadas —me replicó con una sonrisa ladina—. Pero hoy no vamos a pensar, solo a bailar, beber y hacer que nuestros problemas nos vean bailar desde la barra.

Como era de esperarse, perdí la discusión. Y sí, llevaba tacones. Sí, terminé caminando sobre ellos como si fueran instrumentos de tortura medieval.

Llegamos al club. Música tan alta que sentía mis pensamientos bailando junto con mis neuronas, luces que parpadeaban como si fueran cómplices de nuestros errores, y un ambiente que gritaba “la juventud y la imprudencia se dan la mano aquí”.

Diana se lanzó a la pista como si hubiera nacido bailando, mientras yo me refugiaba en la barra con un cocktail que parecía más un experimento químico que una bebida.

—Tranquila, Amara —me dijo Diana, viendo que mi cara era un poema de precaución—. Solo bebe un poco, deja que tu pelo se mueva y que la música haga el resto.

—El resto incluye resaca, mareos y posiblemente un ex apareciendo —comenté, con la mirada perdida en un par de luces que formaban figuras de confusión en el techo.

Y entonces apareció Fabián.

Un desconocido. Guapo, sonriente, con un encanto que no se me puede negar.

—Hola —dijo, acercándose con una copa que olía a tequila y misterio—. ¿Bailamos?

—Eh… —titubeé, porque en mi cabeza ya estaba corriendo un maratón de advertencias internas—. Sí, claro… por qué no.

No me juzgues. No era como si hubiera planeado besar a un extraño. Pero la pista de baile y los cócteles tenían sus reglas, y mis defensas bajaron antes de que pudiera poner un “STOP” visible.

Un par de canciones después, sus labios se encontraron con los míos.

Sí, fue un beso. Un beso intenso, rápido y torpemente apasionado. Y sí, al día siguiente me arrepentí… un poquito. Bueno, mucho.

Desperté.

Y no en mi cama. Ni en mi departamento. Ni siquiera en un lugar que me resultara vagamente familiar.

Mis ojos se abrieron al techo de un departamento desconocido. Todo estaba tranquilo, extraño y sospechosamente ordenado.

Me incorporé lentamente y comencé a buscar mi bolso. Porque claro, si algo había aprendido de mis errores pasados, era que el bolso contenía mi alma en forma de llaves, tarjeta de transporte y maquillaje.

Nada.

Ni rastro de mi bolso.

Me arregle de forma apresurada mientras escuchaba el agua de la ducha correr, y salí del departamento desconocido con direccion tambíen desconocida.

Al llegar a la calle me di cuenta que mi departamento estaba a tres calles de alli, así que con la dignidad y el rimel por el suelo casi corrí a mi casa.

Mi teléfono comenzo a vibrar con notificaciones de Diana: “¿Dónde estás? Tengo tu bolso y tus llaves. Te las llevo enseguida”.

Perfecto. Solo necesitaba esperar.

Cuando llegue a mi hogar me senté en el suelo, frente a la puerta, abrazando las rodillas. Era más cómodo para mi alma que la cama del departamento desconocido, lo cual no era decir mucho.

Y entonces… apareció.

El vecino.

Sí, ese. Dios griego, musculoso, cabello rubio despeinado, cara de haber corrido un maratón antes de venir a ver a la tonta que se quedó atrapada fuera de su casa.

—¿Qué te pasó? —preguntó, con la respiración todavía algo agitada y el sudor dibujando líneas sobre su camiseta.

—Eh… —tartamudeé, intentando sonar casual mientras mi corazón practicaba su propio maratón—. Perdí mis llaves… mi bolso… básicamente todo menos el teléfono.

Él arqueó una ceja y, sin decir palabra, sacó un llavero y me hizo una seña para que entrara.

—Pasa, espera adentro. Así no te sientas incómoda en el suelo —dijo, y yo no pude más que obedecer.

El departamento era moderno, minimalista, pero acogedor. Me senté en el sofá mientras él permanecía de pie, expectante pero con una sonrisa contenida.

—Soy Matías Rivas —dijo, extendiendo la mano.

—Amara Díaz—respondí, aún recuperándome de la resaca y del shock de conocer finalmente su apellido.

Y ahí estaba, el primer intercambio formal entre nosotros. Después de semanas de saludos esquivos, miradas robadas y cierta tensión inexplicable en el ascensor y el lobby del edificio, ahora había apellidos. Palabras que se podían usar para construir conversaciones reales.

—Encantado —dijo, y me devolvió la sonrisa—. Así puedo dejar de llamarte “la vecina” en mi cabeza.

—Encantada —respondí, divertida—. Y puedo dejar de imaginar que eres un dios griego del gimnasio y empezar a pensar en ti como… Matías Rivas, que también es atractivo y molesto en igual medida.

Ambos nos reímos.

—Molesto… —repitió él—. ¿Eso es un cumplido o una advertencia?

—Puede ser ambos —dije, encogiéndome de hombros—. Es un título flexible.

Mientras Diana llegaba con mi bolso y llaves, Matías se inclinó un poco, como ofreciendo un refugio temporal.

—Espero que tu amiga llegue rápido —dijo—. No es que no quiera compañía… pero prefiero que no estés atrapada aquí por mucho tiempo.

—Traducción: no quieres mirar mi desastre emocional completo —comenté, riendo.

—Exacto —respondió, divertido—. Pero admito que tu desastre es interesante.



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En el texto hay: romance y humor, chiklit, muchos novios

Editado: 27.10.2025

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