El jueves empezó con el sonido de mi celular vibrando sobre el velador, justo cuando intentaba convencerme de levantarme. Lo ignoré la primera vez, la segunda también, pero a la tercera, la curiosidad ganó. Era un número desconocido. Nunca es buena idea contestar llamadas desconocidas antes del café.
Pero lo hice.
—¿Hola? —dije, con voz de ultratumba.
Una voz suave, casi cantada, respondió del otro lado.
—¿Amara? Hola, soy Fabián.
Tardé unos segundos en recordar de quién se trataba.
Fabián… el chico de la discoteca. El del departamento ajeno. El de la borrachera que borró mis recuerdos y mis llaves.
Y, por supuesto, el dueño de la voz melódica.
—Oh… hola, Fabián —contesté, intentando sonar sobria, aunque llevaba apenas diez segundos despierta.
—Lamento llamarte tan temprano. Prometo que no es costumbre mía despertar mujeres antes del café.
Reí con un hilo de voz. —Menos mal. ¿Qué pasa?
—Nada grave —dijo, con un tono que sonaba a sonrisa—. Quería invitarte un café, uno en el que estés consciente esta vez.
La lógica decía que debía decir no.
Mi lado racional, ese que siempre llega tarde, gritó en silencio: no otra vez, Amara, por amor a tu dignidad.
Pero mi boca, terca, respondió antes.
—Está bien.
—Perfecto. ¿Hoy después del trabajo?
—Hoy —repetí, casi para convencerme a mí misma.
Nos despedimos con un “nos vemos luego” que sonó mucho más íntimo de lo que debería. Cuando colgué, me quedé mirando el techo unos segundos, procesando la situación.
Iba a salir con el chico del departamento desconocido. Con el músico de la voz suave. Y ni siquiera recordaba si le había dicho mi apellido.
En la oficina, el sonido de los teclados y las impresoras era lo más parecido a una orquesta desafinada. Diana ya estaba instalada, con su café gigante y su ceño fruncido, concentrada en un informe. Yo entré con mi mejor cara de “no hice nada malo”, pero ella me conoce demasiado.
—¿Por qué sonríes como si hubieras ganado un sorteo y al mismo tiempo escondieras un cadáver? —preguntó sin levantar la vista.
—No sonrío —mentí, intentando parecer ocupada.
—Sí sonríes. Tus mejillas lo confirman.
Suspiré.
—Me llamó Fabián.
El teclado se detuvo.
—¿Quién?
—El chico del sábado. El de la discoteca. El del… bueno, ya sabes.
Diana se giró hacia mí con expresión horrorizada.
—¿Y qué quería?
—Invitarme un café.
—¿Y qué le dijiste?
—Que sí.
—¡AMARA! —exclamó, tan fuerte que varias cabezas se giraron a mirarnos. Bajó la voz, pero la furia permaneció intacta—. ¿Tú estás loca o te falta oxígeno cerebral?
—Tranquila, solo es un café.
—Solo era un café con Pablo, y mira cómo terminó eso.
—No todos los hombres son Pablo.
—No, algunos son peores. —Se inclinó hacia mí, conspirativa—. ¿Y si este Fabián te drogó y ahora te va a hacer parte de su secta de músicos depresivos?
—Diana, no todo el mundo que toca guitarra vive en un sótano con velas.
—¿Y tú cómo sabes? Ni siquiera recuerdas cómo llegaste a su casa.
La miré, fingiendo serenidad.
—Precisamente por eso lo veré. Necesito confirmar que no hice nada embarazoso.
—Spoiler: sí lo hiciste —respondió ella con sarcasmo—. Siempre lo haces.
Reí y le di un golpecito en el brazo.
—No empieces. Además, tiene una voz hermosa.
—Ah, claro, porque las voces melódicas siempre son garantía de estabilidad emocional.
—Tú deberías escuchar cómo dice mi nombre —dije, soñadora.
—No quiero. Quiero que sigas viva y sin trauma postmusical.
—Diana, exageras.
—No exagero. Lo que pasa es que tú subestimas el poder destructivo del encanto masculino con talento artístico.
—Entonces supongo que moriré feliz —respondí, tomando mi café con gesto teatral.
Ella se tapó la cara con las manos.
—Te juro que no sé cómo sigues viva.
…
A las seis, salí de la oficina con el corazón a medio ritmo. Me había repetido mil veces que no pasaría nada, que era solo un café, pero mi reflejo en la vitrina de la entrada parecía no creerme. Había repasado mi delineador tres veces. Me había perfumado. Y sí, todo eso para “solo un café”.
La cafetería de Javier estaba más tranquila que de costumbre y él no se veía por ningún lado. Las luces amarillas y el olor a pan recién horneado le daban ese aire acogedor que tanto me gustaba.
Fabián ya estaba ahí, en una mesa junto a la ventana.
Al verlo, entendí por qué las mujeres se enamoran de los músicos antes de escuchar la primera canción. Tenía ese tipo de sonrisa que parecía venir acompañada de un acorde.
Llevaba una camisa negra arremangada hasta los codos, el pelo un poco despeinado y una taza entre las manos. Cuando me vio, se levantó y sonrió.
—Hola, Amara.
—Hola, Fabián. —Su nombre sonó extraño en mi voz, como si lo estuviera probando por primera vez.
—Gracias por venir.
—Gracias por no secuestrarme la vez anterior —bromeé, y él rió.
Nos sentamos. La conversación fluyó con sorprendente naturalidad. Él me contó que tenía una banda pequeña, que tocaban en bares y grababan en casa de un amigo. Me habló de su gato, de su último viaje, de cómo la música a veces lo arruinaba todo y otras veces lo salvaba.
Y yo… lo escuchaba. Sin pensar en nada más.
Hasta que se puso serio.
—Amara, quería contarte algo.
Mi estómago se encogió.
—¿Qué cosa?
—Esa noche… —hizo una pausa, bajando la mirada—. No pasó nada entre nosotros.
Tardé un par de segundos en procesarlo.
—¿Nada?
—Nada. Te llevé a mi departamento porque estabas muy borracha. Dormiste en mi cama, yo en el sofá. Solo quería que estuvieras segura.
Solté el aire que no sabía que estaba conteniendo.
—Oh.
—Lo digo porque no quiero que pienses mal de mí.
—Gracias. En serio. Podrías haber dicho cualquier cosa y yo lo habría creído.