Juré, con toda la solemnidad de alguien que ha llorado abrazada a una botella de vino barato, que no volvería a salir con músicos.
Y, sin embargo… aquí estoy.
Sí, otra vez. Con un cantante.
Un cantante con voz aterciopelada, sonrisa de “yo no rompo un plato” y un talento tan desvergonzado que parecía una excusa para ser infiel.
Fabián.
Solo su nombre ya sonaba a desastre romántico.
Las primeras semanas fueron como una película mal escrita pero bien iluminada: cafés, risas, canciones que según él “eran para mí” (aunque sospechosamente también las subía a Spotify con títulos genéricos como “Ella”).
Yo lo acompañaba a los bares donde tocaba con su banda, “Los Días Claros”.
Sí, el nombre era tan pretencioso como su forma de decir que “no creía en las etiquetas”.
Aun así… debo reconocerlo.
Cuando estaba en el escenario, con las luces reflejándose en su cabello y esa voz que te envolvía como una manta en invierno, era imposible no derretirse un poco.
Y yo, ingenua o masoquista, me derretía.
Los viernes y sábados se convirtieron en ritual.
Yo sentada en una mesa cerca del escenario, con mi copa de vino, mirándolo como si fuera más que un chico con guitarra y ego.
Las fans lo rodeaban, le pedían fotos, y a veces, en medio de una canción, él me buscaba con la mirada.
Eso bastaba para que mi enojo con las chicas que le lanzaban sonrisas se diluyera.
Pero lo cierto es que cada sonrisa ajena me pinchaba el estómago.
Nunca pensé que podía sentir celos. O más bien, no quería admitirlo.
Hasta que un día, una chica con una falda más corta que mi paciencia le susurró algo al oído mientras él cantaba.
Y él sonrió.
Y yo… sonreí también, pero con los dientes apretados.
No dije nada.
Soy digna, me repetí. Digna y madura.
Así que esa noche, en lugar de armar un escándalo, me limité a mandar veinte mensajes a Diana a las dos de la mañana con frases como “odio a las groupies” y “voy a aprender batería para patearles el bombo”.
Diana me contestó al día siguiente con la sabiduría que siempre tiene:
“Te dije que los músicos son una especie en extinción… de fidelidad.”
No le respondí.
No tenía argumentos.
Y además, Fabián me había mandado un audio diciéndome:
“La canción de anoche era para ti.”
Y yo, idiota feliz, me lo creí.
El sábado siguiente decidí no ir a verlo tocar.
Lo hacía siempre, viernes y sábado, pero esa noche necesitaba un respiro.
Además, habíamos planeado una noche de chicas con Diana: vino, pizza, chismes y la promesa solemne de no hablar de hombres.
Obviamente, fallamos antes de abrir la segunda botella.
—O sea, ¿de verdad crees que un tipo que canta “mi vida sin ti no tiene sentido” se refiere a ti? —me dijo Diana, tirada en el sillón, con rímel corrido y un trozo de pizza en la mano.
—Podría ser —dije, riéndome un poco, medio defendiendo mi dignidad moribunda.
—Podría ser… o podría ser una tal “Sofía”, “Carla” o “No me acuerdo de tu nombre, pero me inspiras una estrofa”.
Reí, más por nervios que por diversión.
Diana me conocía demasiado bien.
Pasó una hora. Dos.
Luego, en ese punto donde el vino convierte cualquier idea en buena idea, ella levantó la vista con una sonrisa cómplice.
—Tengo una propuesta indecente.
—¿Otra pizza?
—Mejor. Vamos al bar.
—¿Qué bar?
—El bar donde toca Fabián.
La miré como si me acabara de decir que quería saltar en paracaídas sin paracaídas.
—¿Estás loca?
—Un poco. Pero quiero ver al guitarrista.
—¿Qué guitarrista?
—El de la barba. Lo estuve stalkeando en redes sociales.
—Ah, no. Ni loca.
—Vamos un ratito. Solo a mirar. Prometo no dejarte hablarle.
Y ahí estaba yo, veinte minutos después, frente al espejo, delineándome los ojos. Sí, soy débil. Pero una débil con estilo.
Llegamos al bar cerca de las dos de la mañana.
El local estaba medio vacío, olor a cerveza y luces parpadeando sobre las mesas.
Yo iba nerviosa, aunque no quería admitirlo.
El problema fue que no calculamos que a esa hora la banda ya había tocado.
Diana, decepcionada por su guitarrista ausente, pidió un trago.
Yo, impulsada por la curiosidad, miré hacia la pista de baile.
Y ahí estaba.
Fabián.
Sin guitarra. Sin micrófono.
Pero con una chica entre los brazos.
Literalmente entre los brazos.
Ella reía.
Él también.
Y después… la besó.
Fue un beso de esos que dejan claro que no es la primera vez.
Ni la segunda.
Y probablemente tampoco la última.
No me moví.
Ni siquiera sentí la rabia al principio.
Solo un frío absurdo en el estómago.
Después, la rabia llegó, disfrazada de dignidad.
Le toqué el brazo a Diana.
—Nos vamos.
—¿Qué pasó?
—Nada. Lo suficiente.
Salimos del bar en silencio.
El aire nocturno me golpeó la cara y fue lo mejor de la noche.
Sentí una mezcla de alivio y estupidez.
Como cuando encuentras un recibo que habías perdido.
Diana me miró de reojo mientras caminábamos.
—¿Quieres pegarle?
—No.
—¿Quieres que le pegue yo?
—Tampoco.
—¿Quieres que me ría hasta que se sienta miserable?
—Eso sí.
Las dos explotamos en carcajadas.
Fue ese tipo de risa que solo puedes tener después de un desastre: liberadora, amarga y un poco histérica.
Esa noche no lloré.
Tampoco lo extrañé.
Solo… me di cuenta de que había vuelto a caer en el mismo patrón, pero esta vez con banda sonora.
...
El lunes siguiente, en la oficina, Diana me esperaba con una sonrisa de gato que sabe que tenía razón.
—¿Entonces? —me dijo, sin levantar la vista del computador.
—Entonces nada. Lo vi con otra.
—¿Y qué hiciste?
—Nada.
—¿Nada?