No sé ni cómo empezar, pero honestamente, necesito contarlo antes de que la locura se me suba a la cabeza y empiece a escribir mi autobiografía en la taza del café.
Era un miércoles cualquiera, de esos que parecen inofensivos y terminan con tu vida convertida en un reality show de desastres románticos.
Entré a la cafetería de Javier buscando mi dosis de café y el muffin que me salva la vida cada mañana, y ahí estaba… Fabián.
Sí, el mismo que pensé que podría olvidar después del desastre del sábado pasado, el que juré nunca más volvería a ver.
Me miró con esa cara de “perrito perdido que extraña a su dueña”, y yo, que ya he visto suficientes telenovelas en la vida real, estaba inmunizada a los gestos dramáticos de hombres que se creen Romeo sin haber leído ni un libro de Shakespeare.
—Amara… —dijo, con voz quejumbrosa, como si mi ignorarlo lo matara lentamente—. Por favor, dime qué pasó.
Me senté en la barra, dándole la espalda. Ignorar a los idiotas siempre es más elegante.
—¿Qué pasó? —dije, como si estuviera narrando un documental sobre el animal más torpe del planeta—. Te vi el sábado pasado en la pista de baile, con la colorina. Besándola.
Su expresión fue un poema de horror y confusión.
—Eso… no fue nada. Seguro estabas borracha y viste lo que quisiste ver. —Ah, claro, porque mis ojos inventan historias, Fabián, inventan historias.
—Cuentos —repliqué, seca, como el desierto del Sahara—. Nada más que cuentos.
Se inclinó más hacia mí, con esa mezcla de súplica y melodrama que solo alguien que ha visto demasiadas películas románticas podría tener, y yo ya estaba pensando en cómo explicarle a mis futuros nietos que “sí, esta fue mi vida”.
Y entonces apareció Javier, siempre el héroe silencioso de mis miserias mañaneras, justo cuando Fabián comenzaba a elevar la voz y atraer miradas curiosas.
—¡Fuera de aquí, hombre! —dijo Javier, con la autoridad de quien ha lidiado con suficientes dramas de café—. ¡Tus fans no necesitan ver esta arrastrada pública!
Y así, Fabián fue prácticamente escoltado hacia la puerta, con cara de tragedia griega y guitarra en mano. Pero por supuesto, no se rindió.
Se quedó esperándome afuera del edificio donde trabajo, y me siguió caminando detrás de mí como si yo fuera su GPS humano. Seis cuadras de arrepentimiento. Cada vez que giraba la cabeza, ahí estaba, intentando esa sonrisa de “por favor, no me ignores”, que francamente debería estar prohibida.
—Amara, dame una oportunidad de explicarte —dijo, con voz melodiosa, como si eso pudiera reparar mi paciencia desgastada.
—No quiero explicaciones, Fabián —contesté, girando sobre mis talones con dramatismo—. No hay nada que explicar.
Y aquí es cuando la historia se pone completamente ridícula.
Al día siguiente, lo veo con la mitad su banda bajo mi balcón. Sí, señores y señoras: Fabián decidió que la mejor forma de remediar la situación era organizar un concierto improvisado frente a mi departamento, como si viviéramos en un videoclip de comedia romántica barata.
—¡Amara! —gritó, guitarra en mano—. ¡Esta canción es para ti!
Y empezó a cantar.
Amara, ámame otra vez
Amara, mi vida sin tí no lo es
Amara, dejame explicar
Amara, a otra no puedo amar
El tipo había escrito una canción con mi nombre completo, que había subido a Spotify. Porque claro, ¿qué sería del drama romántico moderno si no fuera público?
Respiré hondo, buscando una solución que no implicara llamar a la policía o mudarme a otra ciudad. Y entonces la vi: una jarra de agua, estratégicamente posicionada en mi balcón.
—Toma, Fabián —grité, con precisión quirúrgica—. Esta es la respuesta a tu serenata personalizada.
El impacto fue instantáneo. Él saltó, empapado de pies a cabeza, guitarra incluida, mientras su banda gritaba como si esto fuera parte del show.
—¡Amara! —gritó entre risas y horror—. ¡No es justo!
—¡La justicia no existe, Fabián! —respondí, secando mis manos en el delantal que no estaba usando—. Y la próxima vez, si vuelves con tus serenatas, trae paraguas.
Diana, que me había acompañado por pura curiosidad y un poco de miedo por lo que podía hacer Fabian, no pudo contener la risa.
—Nunca pensé que vería un concierto de desengaño con lanzamiento de jarra incluido —dijo, apoyando la cabeza en mi balcón—. Esto tiene que quedar grabado.
—¿Grabarlo? —pregunté, secándome las manos—. Esto es mi vida, no un TikTok viral.
Fabián, empapado y derrotado, nos miraba desde abajo, guitarra en mano y con cara de “soy un romántico incomprendido”.
—Amara… solo quería explicarte… —comenzó, pero lo interrumpí.
—¡Explícale a tus fans! —grité—. Yo no escucho nada más.
Se fue calle abajo, empapado, probablemente preguntándose cómo una mujer podía lanzar agua con tanta precisión y talento.
Me recosté en la baranda, respirando hondo, tratando de recuperar la dignidad que había perdido entre gritos, música desafinada y agua derramada.
—Todos los músicos son infieles —dije, más para mí que para Diana, que seguía riéndose como loca—. Todos.
—Por lo menos este tiene estilo —dijo Diana—. Estilo para arruinarte la mañana.
Y ahí estaba yo, observando la calle mojada, dándome cuenta de que mi vida amorosa era básicamente un reality show con banda sonora incluida y efectos especiales de agua.
Porque claro, mientras Fabián desaparecía calle abajo, empapado y derrotado, supe que había sobrevivido otra tormenta romántica. Y algo me decía que esto era solo el inicio.