Ok, respiren hondo porque esto no va a ser rápido ni sencillo. Sí, estoy hablando de mi vida amorosa otra vez, y sí, va a involucrar a hombres dramáticos, miradas intensas y un ascensor que se convirtió en escenario de confrontaciones románticas… inesperadas.
Era un jueves cualquiera, y yo llegaba tarde como siempre, cargando mi mochila que milagrosamente contiene todo el universo y todavía deja espacio para mi taza de café. Subí al ascensor del trabajo, deseando que fuera un viaje silencioso y rápido, tal como se supone que debería ser mi vida.
Las puertas se cerraron con ese “ding” tan satisfactorio y, de repente… sorpresa. Javier estaba allí. Solo nosotros dos. El universo definitivamente tenía sentido del humor, y no precisamente el elegante.
Javier me miró con esa expresión que mezcla seriedad con algo que se acerca peligrosamente a… interés?, y yo automáticamente pensé: Ok, Amara, respira, no muestres signos de debilidad, no es un romance de película… o sí, quién sabe.
—Hola —dijo él, con esa voz que siempre logra que el café me sepa a chocolate.
—Hola —respondí, casual, como si no estuviera recordando cada pequeño detalle de nuestra última interacción (y, bueno, también estaba pensando en la jarra de agua que le lancé a Fabián y cómo eso podría haber sido un entrenamiento olímpico).
Hubo un silencio incómodo, porque ya saben, los ascensores son espacios de tensión exagerada, perfectos para la introspección dramática y para preguntarte a ti mismo por qué la vida es tan absurda.
—Amara… —empezó Javier, y yo ya me preparé para cualquier cosa, desde un “necesito tu ayuda” hasta un “quiero invitarte a un café que arruinará tu vida romántica”.
—Siii… —dije, con la elegancia de un gato que intenta ignorar un perro molesto.
—¿Por qué sales con tantos idiotas? —me soltó, directo, sin anestesia.
Automáticamente, pensé: ¿Idiotas? ¿Me está hablando de Fabián, de Pablo, de Santiago o de todo el universo masculino en general? Porque la respuesta podría ser larga… muy larga.
—Ah… bueno —respondí, intentando sonar despreocupada—, es que aparentemente soy fanática de los desastres románticos.
Javier arqueó una ceja, claramente no satisfecho con mi explicación, y se acercó un poco más. Muy poco más. Tal vez quince centímetros, que en ascensor significa “peligro romántico inminente”.
—Y… ¿nunca has considerado darme una oportunidad a mí? —preguntó, con esa mezcla de seriedad e intensidad que hace que quieras correr, pero también quedarte porque, admitámoslo, el tipo es guapo y sabe que lo es.
Me quedé en silencio un segundo, procesando. Sí, es guapo, sí, me gusta, sí, probablemente es el primer hombre que no hace tonterías dramáticas con serenatas mojadas o cartas, y sí, mi cerebro decidió volverse fan de la exageración.
—Javier… —dije, porque claramente necesitaba comenzar mi discurso dramático—. Yo… bueno… —suspiré, exagerando, porque este es el momento perfecto para dramatizar—. ¿Sabes qué? No sé. No sé por qué doy oportunidades a quien no debería, ni por qué me atraen los desastres románticos, ni por qué acabo con músicos, idiotas, exnovios peligrosos y chicos que deberían estar en un museo de errores humanos.
Javier sonrió ligeramente, probablemente porque le pareció divertido y encantador, y no sabía si eso era una bendición o una condena.
—Eso suena… complicado —dijo, y ahí estaba, parado, mirándome como si mis problemas fueran intrigantes, como si de alguna manera quisiera resolverlos o, peor aún, ser parte de ellos.
—Complicado es decir poco —contesté, porque vamos, mi vida amorosa era básicamente un manual de cómo no sobrevivir al amor moderno—. Mira, ayer Fabián me hizo serenata debajo de mi balcón. Literal, con guitarra, banda, gritos de fans imaginarios… y terminé tirándole agua.
—¿Agua? —preguntó, incrédulo—. Espera, ¿tiraste agua a tu ex?
—Sí, y no me arrepiento —dije, con orgullo—. Pero bueno, ahora entiendo que eso hace que tú pienses que estoy loca. Lo estoy, Javier. Totalmente loca.
Hubo un silencio, solo interrumpido por el ascensor que subía y bajaba, recordándome que estábamos atrapados en un cubículo metálico con un hombre que nunca pensé que sería mi problema romántico favorito.
—Amara… —empezó nuevamente—. Yo… no entiendo por qué sales con tanta gente… y a mí me ignoras.
—Oh, eso es fácil —dije, porque en este momento necesitaba explicarlo con toda la sinceridad sarcástica posible—. Salgo con idiotas para entrenarme emocionalmente. Y tú, Javier, eres el nivel final. Por eso te ignoro: no quiero que el jefe final me haga daño todavía.
Él sonrió, y eso fue un error estratégico por mi parte, porque sonreír con Javier es como abrir la puerta al Apocalipsis romántico, y yo ya estaba cansada de dramas mojados, serenatas absurdas y exnovios celosos.
—Amara… —susurró—. ¿Nunca has pensado que yo podría… ser diferente? Que podría cuidarte, y no hacerte llorar, y… bueno, que no tengas que lanzarme jarras de agua a la cara.
—¿En serio? —dije, girando los ojos dramáticamente—. Porque eso suena casi imposible de creer en mi historial. Mira, he sobrevivido a músicos infieles, ex que me persiguen con regalos, vecinos-dios-griegos que parecen modelos… y ahora tú vienes a decirme que serías “diferente”? —hice una pausa—. Qué audaz.
Javier se acercó un poco más, con esa mirada intensa que hace que quieras decir sí y correr al mismo tiempo.
—Te lo juro —dijo, como si su palabra fuera un contrato—. Sería diferente.
Yo quería soltar un comentario sarcástico sobre cómo todas las promesas en mi vida se rompen con melodías, serenatas o chocolates, pero su proximidad y ese olor a café recién hecho me hicieron callar por un segundo.
—¿Y por qué debería creerte? —pregunté, intentando mantener la compostura, aunque mi corazón estaba conspirando en secreto contra mi cerebro.
—Porque nunca te he hecho daño —dijo, y ahí estaba, casi adorable, pero no completamente—. Y… me importas.