Corazón de Veleta

27.-Jefe

No sé en qué momento exacto mi vida se convirtió en una telenovela con presupuesto de multinacional.

Lo supe el lunes siguiente, cuando Francisco —el nuevo CEO rubio, alto, sonrisa de anuncio de pasta dental y voz de ron añejo— empezó a mirarme de una forma que no era precisamente profesional.

Y yo, Amara, la mujer que no puede mantener una planta viva ni más de tres meses con el mismo tipo, me encontré recibiendo flores corporativas en el escritorio.

Tulipanes. Amarillos. En una empresa donde el café es de máquina y las sonrisas se cobran por hora.

—Es solo un detalle —dijo él la primera vez, con esa mirada que te hace sentir que hay una cámara enfocándote—. Me pareció que te gustarían.

Sí, claro, porque nada grita “soy una mujer racional y madura” como tener un ramo de flores amarillas en medio del área de diseño, mientras tus compañeras hacen fila para olerlos y fingir sorpresa.

Diana, obviamente, se enteró antes que nadie.

—¡AMARA! —me gritó apenas las vió—. ¡TE ESTÁ COQUETEANDO!

—Es amabilidad corporativa —le respondí.

—Amabilidad mis sostenes. El hombre te está mirando como si fueras el último gráfico vectorial que necesita para salvar su campaña.

Yo rodé los ojos, pero en el fondo, lo admito, me sonrojé. Francisco tenía ese tipo de encanto que te hace olvidar por cinco minutos que los hombres pueden ser una fuente infinita de dolores de cabeza.

El problema era Javier.

Desde el incidente del ascensor (sí, ese, el de la pregunta directa y los dos centímetros de distancia que casi me hacen olvidar cómo respirar), yo había desarrollado una fobia irracional a los pasillos de vidrio y las puertas metálicas.

Así que, durante dos semanas, Diana fue mi heroína: iba por el café, el muffin, y hasta por los pasteles si era necesario, todo con tal de evitar que yo tuviera un encuentro casual con “el casi algo”.

Francisco notó eso, por supuesto.

—¿Por qué nunca bajas tú por el café? —me preguntó un martes, apoyándose en el marco de mi cubículo.

Yo levanté la vista del monitor. Error fatal. La corbata azul marino perfectamente alineada con su camisa blanca parecía una trampa visual.

—Porque tengo una asistente increíble —contesté.

—Ah, pensé que era porque evitabas a alguien —dijo con media sonrisa.

Silencio. Mi computadora decidió actualizarse justo en ese momento, dejándome sin la excusa de parecer ocupada.

—No evito a nadie —mentí con la convicción de un gato escondiendo un desastre en la alfombra.

—Bien —replicó él, inclinándose un poco más—. Porque planeo invitarte a un café. Y sería una pena que tuvieras miedo de las cafeteras.

¿Ven? Eso no era fair play. Ese hombre sabía exactamente lo que hacía.

Las dos semanas siguientes fueron una especie de persecución pasivo-agresiva, donde yo trataba de mantener mi dignidad profesional y él… bueno, él parecía disfrutar cada intento mío de escapar.

Lunes: me dejó una nota manuscrita en la taza del café (¿quién hace eso en 2025?).

Martes: me “coincidió” en el pasillo de recursos humanos.

Miércoles: elogió una presentación mía delante de todo el equipo.

Jueves: me preguntó si creía en las casualidades.

Viernes: me ofreció llevarme en su auto porque “iba justo por mi camino”.

Mentira. Yo vivía al norte. Él, al sur. Pero el tipo tenía un auto tan elegante que mi dignidad subió sola al asiento del copiloto.

—¿Entonces? —me dijo, sonriendo mientras arrancaba—. ¿Qué haces el sábado?

—Duermo —contesté.

—¿Todo el día?

—Es mi relación más estable hasta la fecha.

Se rió. De esa risa baja, sincera, que te da ganas de contarle tus traumas de infancia solo para seguir escuchándola.

—Bueno, espero que tu descanso incluya una hora para cenar conmigo.

No respondí. Porque si lo hacía, perdía. Y ya había perdido demasiadas veces.

Esa noche, en casa, Diana irrumpió con pizza y la energía de una reportera de farándula.

—¿Te invitó o no te invitó? —preguntó mientras se acomodaba en el sofá, sin esperar permiso.

—No sé —respondí, mirando mi celular que seguía en silencio absoluto—. Dijo algo de cenar.

—¡Eso es una invitación, Amara! —gritó—. ¡Te está tirando onda y tú analizándolo como si fuera un algoritmo!

—Es mi jefe, Diana.

—Y tú eres una mujer adulta con ojos, no una monja de Excel.

—No puedo salir con él.

—No puedes o no quieres?

La pregunta quedó flotando. No respondí.

Porque sí quería. Pero tenía miedo de que, una vez más, todo terminara igual: con yo buscando razones para justificarme.

Sin embargo, Francisco no desapareció.

El sábado a las siete en punto, me escribió:

“El restaurante está reservado. Si cambias de opinión, aún guardé tu lugar.”

Y yo, contra toda lógica, contra todo instinto de autopreservación… me cambié de ropa tres veces.

El restaurante era un lugar tan elegante que me sentí culpable por haber pedido un postre con nombre impronunciable. Francisco, claro, se veía como si perteneciera allí: camisa blanca remangada, reloj de acero, sonrisa tranquila.

—¿Sabes que tu cara cuando lees el menú parece la de alguien decodificando jeroglíficos? —me dijo, divertido.

—No me gusta pagar por cosas que no entiendo.

—Entonces, confía en mí.

—Eso es lo que dicen los estafadores y los candidatos políticos.

—Y los hombres sinceros.

—No sé, nunca conocí uno.

Rió otra vez. Y maldita sea, ese sonido valía más que el vino.

Durante la cena, no hubo silencios incómodos. Hablamos de todo: de películas malas, de viajes, de los correos pasivo-agresivos de los clientes. Descubrí que él cocinaba, que había vivido en Madrid, que su madre coleccionaba tazas de países y que, según él, yo tenía “la sonrisa más peligrosa que había visto en una oficina”.

No sé si era el vino, o su tono bajo al decirlo, pero sentí que algo se aflojaba dentro de mí. Como si, por primera vez en mucho tiempo, me permitiera disfrutar sin analizar.



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En el texto hay: romance y humor, chiklit, muchos novios

Editado: 27.10.2025

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