Corazón de Veleta

28.-Jefe-Café

No sé en qué momento pasé de ser la chica que se reía del amor ajeno a convertirme en la protagonista de una comedia romántica con presupuesto de joyería fina.

Supongo que todo empezó el viernes por la noche, cuando Francisco me llevó a cenar y sacó una cajita negra de terciopelo como si estuviera en una película de Richard Gere versión siglo XXI.

Y sí, lo primero que pensé fue: no puede ser lo que creo que es.

Pero gracias a los dioses me equivoqué.

Era un collar. De platino. Con un diamante gris del color exacto de mis ojos. O al menos eso dijo él, porque yo todavía estaba intentando procesar cómo alguien podía saber el color exacto de mis ojos sin usar filtros de Instagram.

—Amara —dijo, mirándome con esa serenidad que solo tienen los hombres que no temen ser cursis—, quiero que seas mi novia.

Y ahí, señoras y señores, mi cerebro explotó.

No por la pregunta. Sino por la forma.

Por el lugar.

Por la mirada.

Por el maldito collar que brillaba más que mis expectativas de estabilidad emocional.

—¿Tu… novia? —repetí, como si la palabra fuera en otro idioma.

—Sí —respondió, sin pestañear—. No quiero que sigamos saliendo sin nombre. Quiero que la gente sepa que estás conmigo.

No sé si fue el vino, el ambiente o el tono de su voz, pero mi corazón empezó a latir como si acabara de correr una maratón emocional.

—Francisco… —intenté decir algo racional, pero él ya estaba sacándolo de la cajita.

El collar brilló bajo la luz del restaurante. No exagero: era hermoso. Una cadena de platino fina, discreta, pero el diamante… ese diamante tenía un tono grisáceo que parecía cambiar con la luz. Era elegante, frío, perfecto.

—No puedo aceptar esto —dije al fin, tratando de no sonar como una niña que ve un juguete caro.

—¿Por qué no? —preguntó él, serio.

—Porque esto cuesta más que mi auto. Y probablemente más que mi autoestima.

Él sonrió.

—No es por el precio, Amara. Es porque te quedará exactamente como imaginé.

Yo lo miré, medio desconcertada, medio derretida.

—Francisco… —empecé, intentando que mi voz sonara firme—. No necesito regalos valiosos.

—No es un regalo. Es un símbolo. — Se levantó para ponérmelo, y su voz bajó—. Y tú eres valiosa. Y quiero que lo recuerdes todos los días.

¿Ven? ¿Cómo se supone que una se defiende de eso?

Mi lado racional decía “huye, esto es demasiado”.

Mi lado emocional decía “acaba de decirte valiosa, acepta antes de que cambie de idea”.

Y así fue como terminé con un diamante gris en el cuello y un sí escapándoseme de los labios.

...

Al día siguiente, cuando entré a la oficina con el collar puesto, Diana casi se atraganta con su muffin.

—¿¡QUÉ ES ESO!? —gritó, apuntando a mi cuello como si acabara de ver un OVNI.

—Un collar —respondí, fingiendo normalidad.

—¿UN COLLAR? —repitió, teatral—. ¡Eso es una joya de lujo, Amara! ¿Te casaste y no me invitaste?

—No seas exagerada. Solo es un regalo.

—¿Solo? —Diana ya tenía su celular en la mano—. Espera, déjame que lo busco en GPT.

—No lo hagas.

—Demasiado tarde.

Treinta segundos después, me miró con los ojos como platos.

—Amara. Ese collar cuesta más que lo que ganamos tú y yo juntas en un año.

—¿Qué? No. Imposible.

—¡Lo estoy viendo! —insistió, acercándome la pantalla con el precio en dólares que equivalía a una pequeña hipoteca.

Yo tragué saliva.

—Debe ser una réplica.

—Sí, claro. Y yo soy Taylor Swift.

Intenté no sonrojarme, pero Diana seguía observándome con una mezcla de asombro y envidia.

—¿Entonces es oficial? —preguntó, con sonrisa cómplice—. ¿Francisco y tú?

—Sí —respondí, bajito.

—¡Sabía que terminaría pasando! —dio una vuelta sobre sí misma—. ¡El CEO y la creativa! ¡La nueva historia de amor de la empresa!

—Diana, por favor, baja la voz.

—No puedo. Estoy viviendo por ti, amiga.

Yo reí, porque con ella era imposible no hacerlo. Pero por dentro, algo me hacía ruido. Ese collar pesaba más de lo que parecía. Y no hablo de gramos.

Pasaron los días. Francisco se comportaba igual de encantador, igual de atento, igual de perfecto. Me mandaba mensajes de buenos días, me esperaba a la salida, me acompañaba a casa.

Era casi irreal.

Y eso me daba miedo.

Hasta que un miércoles cualquiera, el universo decidió recordarme que la estabilidad emocional es un mito urbano.

El ascensor.

Sí. Ese mismo ascensor.

Mi zona cero.

Mi Vietnam personal.

Yo solo quería subir tranquila, revisar mis correos y llegar viva al escritorio sin derramar café sobre el informe. Pero claro, esperando también el ascensor estaba Javier.

Camisa blanca, cabello despeinado, mirada de “te he pensado más de lo que admito”.

—Hola —dijo, con voz baja.

—Hola —respondí, mirando al frente.

El silencio fue incómodo. Podía sentir su mirada recorriéndome, deteniéndose en el brillo de mi cuello.

—Bonito collar —dijo, después de unos segundos.

—Gracias —respondí, seca.

—¿Te lo compraste tú?

—No. Me lo regaló mi novio.

Ahí lo vi. El gesto. Ese leve cambio en su mandíbula, como si la palabra novio le hubiera dado una bofetada invisible.

—¿Tu novio? —repitió, con una risa amarga—. ¿Desde cuándo?

—Desde hace unos días.

—Vaya. No pierdes tiempo.

Me crucé de brazos.

—No recuerdo que tú hayas pedido una cita con calendario, Javier.

—No creí que lo necesitáramos —dijo, dando un paso hacia mí—. Pero parece que sí.

Las puertas del ascensor se cerraron. Y con ese ding, se cerró también mi paz mental.

—Javier —advertí, sintiendo la tensión subir—, no empieces.

—Solo digo que no entiendo por qué siempre eliges a los idiotas.

—¿Perdón?

—Sí. Primero el celoso, luego el músico arrastrado —dijo, mirándome con algo entre celos y rabia—. ¿Qué te cuesta mirar a alguien que sí te aprecia de verdad?



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En el texto hay: romance y humor, chiklit, muchos novios

Editado: 27.10.2025

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