Corazón de Veleta

29.-Jefe-Café

No todos los días se despierta una con la sensación de que el aire viene con presagio.

Esa mañana lo supe desde antes de abrir los ojos: había algo distinto en el silencio, un filo invisible que se escondía entre las rendijas de la persiana.

Me levanté despacio, todavía con el eco del sueño pegado a la piel, y me puse el collar de Francisco sin pensarlo.

Ese gesto ya se había vuelto parte de la rutina: el roce frío del platino contra el cuello, el destello gris del diamante atrapando la luz.

A veces pienso que la joya respira conmigo. O que observa.

Todavía me sorprende lo que simboliza.

Un regalo que nunca supe si debía aceptar, una promesa que llegó demasiado rápido, un “te quiero” disfrazado de lujo.

Francisco me lo entregó con una frase que se me clavó como aguja: “Es igual de valioso que tú. Quiero que lo uses todos los días.”

Y claro, lo uso. No porque le haya creído del todo, sino porque no me gusta enfrentarme al reflejo del vacío que deja cuando no está.

Me dirigí hacia su oficina con ese tipo de nervios que no se explican, solo se sienten. Los pasillos estaban más silenciosos que de costumbre, y ni siquiera Diana, con su teclado perpetuo y su risa contagiosa, rompía la quietud.

Fue entonces cuando escuché los gritos.

Primero un golpe seco. Luego una voz que reconocí de inmediato. Javier.

Ese tipo de voz que tiene la mala costumbre de quedarse dentro de una, incluso cuando el hombre ya se fue.

La segunda voz era de Francisco, grave, cortante, la calma antes del trueno.

Me detuve, a un metro de la puerta.

Podría haberme alejado.

Podría haber pretendido que no escuchaba.

Pero todos tenemos un punto débil, y el mío siempre fue la curiosidad mezclada con la culpa.

Así que me quedé.

—¡Tú no entiendes nada, Francisco! —bramó Javier, con esa autoridad arrogante de quien está acostumbrado a que el mundo lo escuche—. ¡Te di este puesto para que cuidaras de ella, no para que te la llevaras a la cama!

La palabra “ella” me hizo apretar el collar sin darme cuenta.

Francisco respondió con voz baja, casi peligrosa:

—No me diste el puesto. Yo me lo gané. Y si querías cuidarla, haberte acercado antes.

La respuesta cayó como un cubo de agua helada.

“Haberte acercado antes.”

Sí, eso podría haber sido un mensaje directo para Javier, pero también era una daga para mí. Porque la verdad, muy en el fondo, es que Javier sí se acercó. Solo que nunca dio el paso final.

Fuimos algo que nunca tuvo nombre.

Un casi.

Un “te miro, pero no me atrevo”.

Una historia que se quedó suspendida entre los dedos.

Y ahora, escuchar esa pelea me revolvía todo por dentro.

Javier volvió a hablar, su tono se quebró un poco:

—¡No juegues conmigo! ¡Tú sabes lo que ella significa para mí!

Francisco soltó una risa sin alegría.

—¿Y qué significa exactamente? Porque desde donde yo veo, solo la mantuviste esperando.

Una pausa.

El tipo de pausa que no necesita testigos para ser incómoda.

Yo respiré hondo, con el corazón golpeando el esternón.

No debería estar oyendo esto.

Pero cuando la vida te pone al borde de una puerta cerrada, es imposible no querer saber qué hay del otro lado.

Javier murmuró algo, y aunque su voz se quebró, todavía tenía filo:

—Me la estás quitando.

—No. —La voz de Francisco fue suave, pero firme—. Ella eligió.

¿Elegí?

Las palabras se me quedaron flotando en la cabeza.

Elegí a Francisco, sí. Pero más por instinto de autopreservación que por romanticismo.

Había algo en él que se sentía estable, seguro, como un refugio de la incertidumbre y el caos que Javier traía consigo.

Y sin embargo…

El caos tiene una forma peculiar de ser atractivo.

Javier golpeó algo —un escritorio, quizá.

El ruido me hizo sobresaltar.

—Tú no entiendes —gruñó—. Esta empresa es mía. ¡Yo te puse aquí!

Silencio.

Y luego, Francisco, con una calma letal:

—Y yo la estoy haciendo funcionar.

Por un momento, sentí que el pasillo se encogía.

La empresa. Mía.

Esa palabra se me clavó en el pecho.

¿Mía?

¿De Javier?

No. No podía ser.

Había pasado meses trabajando aquí, sin saber que el dueño de todo —de mi tiempo, de mis horarios, de mis informes, de mis días— era precisamente él.

Ese “casi” que nunca se animó a ser más.

Francisco siguió hablando:

—No puedes controlarlo todo, Javier. Ni a mí, ni a ella.

La respuesta llegó con rabia pura:

—¡Ella no es tuya!

—Ni tuya tampoco —replicó Francisco.

Y en ese instante supe que había escuchado suficiente.

Di un paso atrás, tratando de alejarme sin hacer ruido, pero justo en ese momento —porque la ironía siempre tiene un sentido del humor perverso—, estornudé.

Un sonido minúsculo, pero letal.

El tipo de detalle que, en otra historia, alguien podría considerar un golpe de guion.

La puerta se abrió.

Francisco me miró primero.

Luego, Javier.

El silencio entre los tres fue tan espeso que casi podía cortarse.

Javier fue el primero en hablar.

—¿Hace cuánto estás ahí?

—Yo… —intenté articular algo, lo que fuera—. Venía a… entregar unos documentos.

Documentos imaginarios, por supuesto.

Pero los nervios tienen talento para la improvisación.

Francisco se limitó a decir, tranquilo:

—Está bien. Déjalos en el escritorio.

Javier rió sin humor.

—¿De verdad vas a seguir fingiendo que esto no es un problema?

—El único problema eres tú —dijo Francisco, sin inmutarse.

Yo estaba ahí, de pie, entre ambos, y sentía que el suelo se deslizaba bajo mis pies.

Quise decir algo. Explicar. Pero ¿qué se explica cuando uno no entiende nada?

Así que solo lo solté, sin pensarlo demasiado:

—¿La empresa es tuya, Javier?



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En el texto hay: romance y humor, chiklit, muchos novios

Editado: 17.10.2025

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