Corazón de Veleta

30.-Jefe

No sé si fue por la discusión de aquel día o por pura estrategia de oficina, pero desde entonces, Francisco empezó a desplegar una artillería romántica que ni las comedias de Netflix se habrían atrevido a escribir.

Y claro, al principio me resistí.

O lo intenté.

Pero resistirse a Francisco era como intentar no mirar un eclipse: sabes que te puede dejar ciega, y aun así levantas la vista.

El lunes apareció en mi escritorio con una taza de café. No cualquier café: mi pedido exacto, con la cantidad de azúcar que Diana siempre olvida y ese toque de canela que solo Javier preparaba antes… (ajá, ya sé lo que piensas. También lo pensé. Coincidencia sospechosa).

—Tranquila —me dijo, con una sonrisa que parecía ensayada pero efectiva—. No te estoy espiando, solo tengo buena memoria.

—Ajá —respondí, arqueando una ceja—. ¿Y buena puntería también? Porque si vuelves a adivinar mi pedido, voy a empezar a preocuparme.

Él rió. Esa risa tenía algo de arma blanca.

Luminosa, confiada, peligrosa.

Así empezó todo: una taza de café perfectamente calibrada y una serie de encuentros que, uno a uno, fueron borrando las líneas entre lo profesional y lo personal.

La primera cita fue accidental. O eso quise creer.

Habíamos salido tarde de la oficina después de una reunión maratónica y él sugirió ir a cenar “para despejar la cabeza”. Nada romántico, nada fuera de lugar… hasta que me encontré en un restaurante con mantel de lino, velas y música de piano.

Despejar la cabeza, sí. En una película francesa, tal vez.

Francisco pidió vino.

Yo pedí agua con gas (por dignidad, y porque el vino me hace hablar de más).

Durante la cena, me contó anécdotas de sus viajes, de cómo había vivido en París, Londres, Nueva York… ciudades que sonaban a fondo de pantalla de computadora más que a lugares reales.

Yo, en cambio, hablé de mi gato (que no tengo), de mis series favoritas y del drama que había en el grupo de WhatsApp del trabajo. No sé por qué me pasa eso: mientras más interesante es la otra persona, más tonta me vuelvo.

—Eres distinta a lo que imaginé —dijo de pronto.

—¿Y qué imaginaste? —pregunté, cruzando los brazos, curiosa.

—Que eras una de esas mujeres que lo tienen todo bajo control.

—¿Y no lo tengo?

—No —respondió, sonriendo—. Y eso es lo que más me gusta.

Ay, los encantadores. Siempre saben cuándo atacar con precisión quirúrgica.

La segunda cita fue más directa.

Un mensaje un jueves a las ocho de la noche:

“Cena el sábado. Yo cocino.”

Lo peor es que no lo dijo en tono de pregunta.

Diana, por supuesto, casi muere de entusiasmo cuando se lo conté.

—¡Te cocina! ¡Eso es nivel avanzado, Amara! —gritó, agitando las manos—. Si un hombre cocina para ti, o te quiere enamorar o te quiere envenenar.

—Gracias por el apoyo —le respondí, sin levantar la vista del computador.

—¿Y qué te vas a poner?

—Ropa.

—No seas tonta. ¿Qué tipo de ropa?

—La que me tape lo suficiente para no parecer fácil, pero lo justo para no parecer monja.

Diana aplaudió.

—Equilibrio. Me gusta.

El sábado llegué a su departamento. Minimalista, ordenado, con ese aroma a madera y notas de sándalo que huele a revista de decoración.

Francisco estaba en la cocina, con un delantal negro que decía “CEO de la cocina”. Literalmente.

—No lo compré yo —aclaró antes de que pudiera burlarme—. Fue un regalo.

—Claro. De alguna exempleada agradecida, supongo.

—O de mi madre —replicó, divertido.

Toqué la encimera con los dedos, fingiendo naturalidad. —¿Qué cocinas?

—Risotto. Y antes de que lo digas: sí, sé hacerlo.

El risotto estaba delicioso, por cierto. Tanto que por un momento olvidé que estábamos en medio de una cita y no en una evaluación de MasterChef.

Después del postre —brownies de frambuesa, hechos por él, claro—, puso música. Jazz. Tenía que ser jazz.

Yo, que soy un peligro con dos copas de vino, terminé riendo de todo, incluyendo de mí misma.

—No sueles relajarte, ¿verdad? —me dijo, mirándome con esa mezcla de interés y ternura que desarma.

—No sé cómo hacerlo.

—Déjame ayudarte.

No lo dije, pero en ese momento, todo el aire del departamento cambió.

Fue un beso lento, sin artificios.

De esos que no buscan impresionar, solo entender.

Y aunque mi mente gritaba “no te enredes”, mi cuerpo, muy poco colaborativo, decidió que ese era un buen momento para perder la noción del tiempo.

Las semanas siguientes fueron una sucesión de postales.

Cines a media semana. Caminatas después de la oficina. Desayunos improvisados los domingos con café y tostadas quemadas.

Francisco sabía cuándo aparecer.

Cuando tenía un mal día, me dejaba una nota.

Cuando me iba bien, un mensaje de felicitación.

Era… predecible, en el mejor sentido de la palabra.

Y eso, para alguien como yo, era nuevo.

Un viernes, me llevó a un lugar que no estaba en ningún mapa de restaurantes. Un pequeño mirador a las afueras de la ciudad, con vista a las luces y una manta en el suelo.

—¿Esto es una cita o un secuestro con ambientación romántica? —bromeé, mientras me sentaba.

—Depende de cómo termine la noche —contestó, con una sonrisa traviesa.

Trajo vino, queso y uvas (sí, parecía comercial de perfume).

Nos quedamos horas hablando. De todo y de nada.

En algún momento, cuando el viento me despeinó, él estiró la mano para acomodar un mechón detrás de mi oreja.

No sé si fue el gesto o la forma en que me miró, pero algo dentro de mí se desarmó un poco.

—A veces te miro —dijo— y siento que estás en otro lugar.

—Estoy aquí —mentí.

Él sonrió, con esa paciencia que solo tienen los hombres que creen que pueden rescatarte.

—No tienes que estar lista para todo. Solo para sentir.

Y ahí está el truco: cuando alguien dice cosas así, no hay defensa posible.



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En el texto hay: romance y humor, chiklit, muchos novios

Editado: 27.10.2025

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