Corazón de Veleta

31.-Jefe

No sé en qué momento pasaron los meses. Juraría que hace una semana Sebastián recién me estaba invitando a cenar por primera vez y yo pensaba: wow, un tipo puntual, con modales, con camisa planchada… seguro algo esconde.

Y escondía, claro. Pero de eso me enteré mucho después.

Ahora, cuatro meses después de esa cena, éramos —oficialmente— novios. Sí, con todas las letras. N-O-V-I-O-S.

Con foto en Instagram, cenas de pareja, playlist compartida y toothbrush edition (porque obviamente ya tenía un cepillo de dientes en su baño).

Francisco —aunque en realidad se llamaba Sebastián Francisco Almenar del Solar, porque al parecer la gente con nombres compuestos siempre tiene secretos— era ese tipo de hombre que parece sacado de una campaña publicitaria de perfumes caros: voz grave, sonrisa calculada, traje que nunca se arruga y un talento sobrenatural para hacerte sentir que el mundo gira solo porque te está mirando.

Y sí, yo estaba feliz.

Por fin había encontrado a alguien normal.

Bueno, normal dentro de lo que se puede llamar “normal” a un CEO con chofer, reloj suizo y un asistente que le recordaba hasta respirar.

Conocer a su mamá fue el siguiente paso lógico.

Yo pensé que íbamos a conocer a un perrito primero o algo más suavecito, pero no, directo a la suegra.

Sara.

Ese era su nombre. Y sí, era el tipo de mujer que da miedo en silencio. Ni siquiera necesitaba decirte nada: bastaba su forma de mirarte.

—Así que tú eres Amara —me dijo, con una voz suave pero afilada como bisturí—. Sebastián me ha hablado mucho de ti.

Yo sonreí, porque cuando una suegra potencial te dice eso, hay que sonreír. Es una ley no escrita.

—¿Cosas buenas, espero? —contesté, intentando sonar relajada, como si no estuviera sudando bajo el vestido.

Sara me devolvió la sonrisa, pero con ese tipo de sonrisa que no llega a los ojos.

—Siempre habla bien de sus proyectos.

¿Perdón?

No sé si se refería a su carrera profesional o a mí, pero el caso es que en ese momento sentí un pequeño tic nervioso en el ojo. Y Sebastián, mientras tanto, comiendo tranquilo, como si nada.

Durante toda la comida, la señora me observó como quien evalúa si el mueble encaja con el resto del living. No con odio, no. Con... lástima. Una lástima educada, con porcelana fina y mantel blanco.

Y cuando nos fuimos, me dio un abrazo corto, seco.

—Cuídate mucho, Amara.

Lo dijo con un tono tan maternal que casi me lo creí. Hasta que la miré bien.

Y no era cariño lo que había en sus ojos.

Era pena.

La clase de pena que uno le tiene a los personajes que no saben lo que les espera.

Pasaron las semanas y, a simple vista, todo iba perfecto.

Cenas, risas, sexo bueno, viajes de trabajo, flores un martes porque sí.

Yo ya tenía ropa en su clóset, pantuflas en su baño y hasta una taza mía en su cocina.

Técnicamente, vivía allí la mitad del tiempo.

Pero algo no encajaba.

¿Saben esa sensación de que estás en una casa ajena, aunque tengas tus cosas ahí?

Eso.

Cada vez que insinuaba mudarme, Sebastián esquivaba el tema como un ninja emocional.

—Amor, ¿por qué apurarnos? Estamos bien así.

Esa era su frase favorita. “Estamos bien así”.

Traducción: no te ilusiones tanto, que yo tengo otros planes.

Y yo, como buena optimista crónica, fingía que no me molestaba.

Que era madura, moderna, relajada.

Que podía con todo eso.

Spoiler: no podía.

Una noche, en la terraza, mientras él servía vino y hablaba de inversiones o de una reunión aburrida, solté lo que llevaba días rumiando:

—Ya tengo medio clóset aquí. Si seguimos así, mejor me mudo y listo.

Sebastián me miró con esa sonrisa suya de comercial de dentífrico.

—Me encanta tenerte acá, Amara, pero no quiero que te canses de mí tan rápido.

No sé si reír o llorar. Elegí reír.

Porque cuando te estás enamorando, eliges siempre lo que duele menos.

Diana, por supuesto, no se lo tomó tan zen como yo.

Ella tenía una teoría: “los tipos así no gritan, pero te destruyen con silencios y contratos prenupciales”.

Yo le decía exagerada, pero tenía un historial de aciertos bastante incómodo.

—No sé, Di —le dije una tarde en la oficina, mientras el café se enfriaba—. Es como si todo fuera perfecto, pero a la vez… vacío.

—¿Vacío tipo Fabián o vacío tipo “me prometió amor eterno y desapareció”?

—Vacío tipo “hay amor, pero no hay casa”.

—Ah, el peor tipo —dijo, levantando la ceja—. El amor con hipoteca emocional.

Reímos. Pero por dentro algo me dolía.

Después de eso vino el viaje.

Un resort de lujo en el Caribe.

Sol, mar turquesa, masajes, tragos en cocos, fotos con hashtags cursis que daban vergüenza ajena pero que igual subí.

Fue perfecto.

Demasiado perfecto, ahora que lo pienso.

Una noche, bailando en la playa, Sebastián me abrazó y me dijo al oído:

—No imagino mi vida sin ti.

Y yo, ingenua y feliz, le creí.

Volvimos bronceados, enamorados, llenos de recuerdos tropicales y olor a protector solar.

Yo me sentía en una película.

Hasta que la película se volvió un documental de crimen pasional.

Era lunes.

Yo estaba en la oficina, con el café de siempre, tratando de retomar la rutina, cuando escucho a Diana gritar mi nombre desde su escritorio:

—¡Amara! ¡VEN ACÁ!

Cuando una amiga te llama con ese tono, nunca es para contarte algo bueno.

Me acerqué y ella tenía el celular en la mano, la cara pálida.

—Por favor, decime que esto no es lo que creo que es.

Miré la pantalla.

Una publicación de sociedad. De esas que anuncian compromisos de familias con más apellidos que emociones.

“El empresario Sebastián Francisco del Solar se compromete con la modelo Camila Valdivieso en una íntima ceremonia en el Caribe.”

Y la foto.



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En el texto hay: romance y humor, chiklit, muchos novios

Editado: 27.10.2025

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