El amor, cuando se niega a morir, se parece mucho a un spam emocional: te llega en todos los formatos posibles, con diferentes remitentes, y aunque lo bloquees una y otra vez, ahí está, reapareciendo con asunto en mayúsculas: “URGENTE: Aún te amo.”
Francisco era exactamente eso. Un spam viviente con traje a medida y sonrisa de catálogo. Y yo, la pobre usuaria que no encontraba la opción de darse de baja definitivamente.
…
El primer intento llegó una mañana de lunes, disfrazado de correo laboral. Asunto: “Sobre la campaña de invierno (y otras cosas importantes)”. Lo abrí sin sospechar. Error de principiante.
Adentro, tres párrafos de trabajo, uno de disculpa, y cuatro de poesía involuntaria.
“Sé que todo terminó mal, pero cada vez que miro el informe de tu área, pienso en ti. Me haces falta, Amara. No solo como profesional. Como todo.”
Suspiré.
Cerré el correo.
Lo volví a abrir, solo para marcarlo como spam.
Me di el gusto.
Y claro, no contesté. Porque cuando un hombre usa un reporte de marketing para confesarte su amor, sabes que el romanticismo está en cuidados intensivos.
…
Al día siguiente, llegó el ramo. Tulipanes blancos. Mis favoritos.
Y eso me molestó todavía más, porque uno no debería tener que odiar sus propias flores favoritas. El sobre decía:
“Para la única mujer que logra que mi mundo tenga color. F.”
Lo dejé sobre el escritorio sin abrir la tarjeta.
Mis compañeras miraban de reojo, entre susurros.
Diana fue la primera en acercarse.
—¿Tulipanes blancos? —preguntó, oliéndolos con descaro—. ¿No eran tus preferidos?
—Eran —le respondí, enfatizando el pasado—. Hasta que se convirtieron en disculpas con tallo.
Ella arqueó una ceja.
—¿Vas a llevártelos?
—Ni loca. Que los disfrute Recursos Humanos.
Esa tarde, los tulipanes terminaron decorando la recepción.
Y yo, con algo de malicia, me reí al imaginar la cara de Francisco cuando los viera allí, junto al letrero que decía: “Objetos perdidos.”
…
La siguiente semana, llegó una carta. De esas de verdad, con sobre de papel grueso y su nombre en cursiva. Ni siquiera sabía que aún se podía mandar correspondencia en papel dentro del edificio.
La abrí por curiosidad profesional (y porque, seamos sinceros, el drama impreso siempre tienta).
Decía:
“Amara, sé que me odias. Pero te prometo que todo lo que hice fue por protegerte de un escándalo. Mi familia no lo habría permitido. No puedo dejar de pensar en ti. Si alguna vez hubo amor en tu parte, te ruego que me escuches una vez más.”
Una vez más.
Como si todas las anteriores no hubieran existido.
Esa noche, quemé la carta en el lavaplatos.
Literalmente.
Y sí, olía raro.
Y no, no me arrepiento.
…
El viernes, cuando pensé que ya todo se había calmado, lo vi.
En la puerta de la oficina.
Esperándome.
—Solo quiero hablar —dijo, con esa voz medida que usaba para convencer inversionistas y, al parecer, exnovias.
—No hay nada que hablar —contesté, ajustando la bufanda como si fuera una armadura.
—Por favor. Te lo suplico, Amara. Cinco minutos.
Sus ojos parecían sinceros, y eso fue lo peor.
Porque la sinceridad de Francisco siempre llegaba envuelta en un papel que, si lo mirabas mucho, terminaba pareciendo ternura.
Lo seguí, más por evitar un escándalo que por interés real.
Fuimos hasta la cafetería cerca del edificio, esa con música suave y baristas que te dibujan corazones en el café (detalle que en ese momento me pareció irónico).
Nos sentamos.
Él respiró hondo, juntó las manos sobre la mesa y empezó su monólogo.
—Amara, sé que lo arruiné. Sé que te lastimé. Pero entiéndeme, mi familia... mi padre... hay negocios, compromisos. No podía decir que no.
Yo lo miré con calma.
—¿Y sí podías decir que sí mientras me mentías?
—No fue así...
—Francisco, te vas a casar. Eso se llama “así”.
Él bajó la mirada, y por un segundo pensé que iba a disculparse de verdad. Pero en cambio dijo:
—No la amo. A la única que amo es a ti.
Me reí. Literalmente.
Una carcajada que hizo que la gente en la mesa de al lado se girara.
—No, Francisco —dije, con la sonrisa más falsa de mi repertorio—. No me vengas con eso. No soy la segunda temporada de tu historia.
Me levanté, dejé el café sin tocar y me fui.
Él no me siguió.
Pero me escribió tres correos esa noche.
…
El sábado desperté con el timbre sonando como alarma.
En la puerta: otro ramo.
Y una caja pequeña con un lazo plateado.
“Por favor, escúchame. Te amo. —F.”
Lo tomé, lo metí en la bolsa de basura y lo bajé con el pijama puesto.
El conserje me miró raro.
Yo solo dije:
—Reciclaje emocional.
…
El lunes siguiente, lo encontré en el estacionamiento del edificio.
Literalmente parado al lado de mi auto, con un gesto ensayado entre desesperación y ternura.
—Amara, no quiero asustarte. Solo quiero hablar.
—Francisco —dije, ya cansada—, si sigues apareciendo en cada rincón de mi vida, voy a empezar a cobrarte arriendo.
—Solo necesito que me creas. Lo nuestro no fue mentira.
—No lo fue —asentí—, pero ya es historia.
—Podríamos volver a empezar.
—No, Francisco. Algunos capítulos no se reescriben. Se cierran.
Él apretó los puños, dio un paso atrás, y vi algo nuevo en sus ojos: frustración.
Y un poco de rabia.
Ahí supe que se acabó la parte romántica.
Y empezaba la parte peligrosa.
…
A partir de ese día, todo se volvió... incómodo.
Reuniones innecesarias, mensajes laborales a medianoche, comentarios sobre mi ropa.
Cosas pequeñas, pero constantes.
Y si algo he aprendido, es que la incomodidad repetida se convierte en miedo.
Durante dos semanas, me limité a sobrevivir.