Corazón de Veleta

33.-Vecino

No sé en qué momento empecé a necesitar vacaciones de mi propia vida, pero probablemente fue cuando descubrí que podía pasar horas mirando la pantalla del computador sin leer una sola palabra.

Así que las pedí. Dos semanas completas.

Sin viajes, sin compromisos, sin Diana. Solo yo, mi sofá y ese gato que no es mío pero que decidió —sin consultarme— que mi departamento era mejor que el resto del edificio.

Lo gracioso es que no debería ser amante de los gatos.

Soy alérgica.

Pero él… él tiene esa forma de mirarte que te hace sentir como si fueras una humana en entrenamiento.

Garfield —sí, como el dibujo animado— es enorme, naranja y con el ego de un emperador romano. Lo vi aparecer en mi balcón hace meses, como un augurio o una trampa. Y yo, por supuesto, caí.

El primer día de vacaciones fue un cliché perfecto: pijama de gatitos, café frío, maratón de series mediocres.

El segundo, una repetición: el pijama, el café, las lágrimas que fingí eran culpa de la alergia.

Y el tercero…

Bueno, el tercero empezó con el timbre.

A las once de la mañana.

Cuando uno todavía está en la fase filosófica del descanso: preguntándose si bañarse es estrictamente necesario para existir.

Garfield maulló.

Como si supiera que venían por él.

Yo, con el glamour de un fantasma doméstico, arrastré los pies hasta la puerta.

Y lo vi.

A Matías.

Sí, ese Matías.

El vecino de al lado.

El mismo al que alguna vez imaginé desnudo bajo la lluvia (no me juzguen, la lavandería compartida da para muchas ficciones).

El mismo con el que había fantaseado —en un momento particularmente débil— criando tres hijos de sonrisa perfecta y genética injusta.

Y ahí estaba, de carne y hueso, en el pasillo, sosteniendo un llavero y una sonrisa que podría haber sido ilegal en algunos países.

—Hola —dijo, con una voz grave y amable, de esas que harían confesar secretos a cualquiera—. Disculpa, ¿no habrás visto a un gato naranja enorme? (Enorme. La palabra fue literal.)

Lo miré.

Y sí, me tomó un segundo recordar cómo se usaban las palabras.

—¿Un gato? —repetí, ganando tiempo—. ¿Naranja?

Garfield, traidor, eligió ese momento para asomar la cabeza por el pasillo.

Matías sonrió.

Y si yo tuviera que describir cómo se ve el paraíso en un instante cotidiano, sería así: una sonrisa suya en la puerta de mi departamento.

—Ese —dijo, señalando a Garfield, que lo miraba con absoluta indiferencia—. Es mío. Bueno, técnicamente. Él es más de sí mismo que de nadie.

No sé por qué sentí una punzada de decepción.

Quizá porque, en las ultimas semanas, Garfield había sido lo más parecido a una relación estable que tenía.

—Ah… pensé que era un gato callejero —balbuceé—. Lo adopté a medias.

—Sí, lo hace mucho. Adopta humanos. Luego se va cuando se aburre. —Matías rió.

Y esa risa fue un terremoto controlado.

Hay risas que uno escucha y se quedan vibrando adentro.

Esa era una de ellas.

—Puedo llevármelo, si quieres —dijo—. No quiero que te cause molestias.

—No molesta —respondí demasiado rápido.

Garfield maulló, como confirmando.

—¿Ves? Él también opina lo mismo. —Me crucé de brazos, y Matías bajó la mirada, divertido.

Fue un segundo. Un segundo exacto.

Y vi su boca curvarse apenas, esa línea que parece hecha para tentar y no pedir disculpas.

De verdad, los dioses no deberían repartir genética así sin permiso.

—Si quieres pasar, puedo darle algo de comer antes de que se vaya —dije, intentando sonar normal.

—¿No te molesto?

—Ya es tarde para eso —respondí, sonriendo.

Lo invité a entrar.

Y de pronto, mi casa —que hasta ese momento había sido un refugio triste— se sintió viva.

Matías caminó despacio, observando los libros abiertos, las tazas sin lavar, los bocetos de campañas publicitarias.

—¿Eres diseñadora?

—Publicista —corregí—. Pero hago más daño con ideas que con colores.

—Ingeniero —dijo él, apuntándose con el pulgar—. Daño con estructuras.

Nos reímos.

Y el silencio que vino después no fue incómodo. Fue… natural. De esos silencios que se estiran porque nadie quiere romperlos.

Garfield saltó al sillón, reclamando su trono.

Matías lo acarició con una ternura que no esperaba.

—Siempre hace eso cuando aprueba a alguien.

—¿Entonces estoy aprobada?

—Diría que sí. Aunque no sé si el jurado ha deliberado por completo.

Y ahí, lo supe: si seguía hablando con ese hombre, iba a terminar escribiendo poesía cursi en los márgenes de mi libreta.

Pero no lo detuve.

Al contrario. Le serví café. Y lo escuché hablar.

Tenía esa forma tranquila de narrar el mundo que te hace creer que todo va a estar bien.

Habló de su trabajo en energía sustentable, de los viajes, de cómo Garfield se cuela en las casas de los vecinos cuando él se ausenta.

Yo le conté de mis campañas, de mi jefa histérica, de mi talento para elegir hombres que no saben lo que quieren.

(No mencioné a Francisco, por supuesto. Nadie merece ese tipo de spoilers tan pronto.)

Él asintió, riendo.

—A veces, cuando algo se siente tan agotador, lo único que queda es parar. Aunque sea por un rato.

—Eso estoy intentando —respondí.

—¿Cómo va?

—Tengo un gato prestado, un pijama perpetuo y cero remordimientos.

—Entonces vas bien.

Lo miré.

Y ahí, justo ahí, noté que sus ojos tenían ese color imposible entre mar y cielo. Como si la playa se hubiera quedado atrapada en su iris.

Y pensé —solo un segundo— que quizá había pedido vacaciones no del trabajo, sino del amor.

Y que Matías, con su sonrisa tranquila, era mi forma de recordarlo.

Los días siguientes se volvieron una rutina improvisada.

Matías venía cada mañana a ver a Garfield.

Yo fingía estar molesta, pero ya tenía café para dos.



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En el texto hay: romance y humor, chiklit, muchos novios

Editado: 27.10.2025

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