Volver al trabajo después de unas vacaciones debería ser considerado un deporte extremo.
Yo no tenía jet lag, ni quemaduras solares, ni recuerdos de playas paradisíacas.
Tenía, eso sí, una pila de correos sin responder, tres clientes furiosos y la sensación de haber regresado a una vida que se me había quedado chica.
Y, claro, una historia con mi vecino Matías que ni yo sabía cómo clasificar.
¿Aventura? ¿Coincidencia? ¿Desvarío con gato incluido?
Diana me esperaba en su escritorio con una sonrisa sospechosa. La clase de sonrisa que anuncia interrogatorio con café en mano.
Apenas me senté, me lanzó su primera pregunta sin anestesia.
—Bueno, ¿y?
—¿Y qué? —intenté sonar inocente.
—No te hagas. ¿Pasó algo con el vecino-dios-griego?
Suspiré. No se puede subestimar el olfato de una mejor amiga.
—Definamos “pasó”.
—Definamos “no me mientas”. —Se inclinó hacia mí, con esa mirada de detective emocional que perfeccionó en años de amistad.
Me reí, bajando la voz.
—Bueno… vino a buscar a su gato.
—¿Ese gato que se adueñó de tu living?
—Exactamente.
—¿Y?
—Y… hablamos.
—¿Y?
—Y… nos besamos.
—¡Sabía que ese gato era un cómplice celestial! —exclamó, palmoteando la mesa—. ¡Te lo dije! Los gatos siempre traen hombres problemáticos o bendiciones, y en tu caso suena a las dos cosas.
Me encogí de hombros.
—No pasó nada más.
—Por ahora —dijo, levantando una ceja.
—Diana, fue un beso. Y ni siquiera planeado.
—Los mejores nunca lo son. —Me guiñó un ojo—. Definitivamente, ese tipo se va a casar contigo.
Me reí, aunque una parte de mí sabía que no era tan descabellado.
Matías era el tipo de hombre que te miraba sin prisa, que hablaba como si cada palabra tuviera un propósito.
Y yo, por primera vez en mucho tiempo, no sentí la urgencia de defenderme de eso.
…
La mañana siguió su curso.
Correos, campañas, reuniones que pudieron ser un chat.
Todo dentro de la normalidad corporativa. Hasta que el destino —que últimamente se estaba volviendo adicto al drama— decidió agregar un nuevo ingrediente: Javier.
Sí, ese Javier.
El dueño de la cafetería de la esquina.
El mismo Javier que también resultó ser, sorpresa de sorpresas, dueño mayoritario de la empresa donde trabajo. (Debería empezar a investigar mejor a mis baristas antes de enamorarme de sus muffins.)
Lo vi entrar por la puerta de cristal con dos bandejas en las manos.
Una con cafés, la otra con muffins.
Oh, los muffins.
De arándanos y migas doradas, esos que olían a cielo y culpa a la vez.
—Buen día, señoritas —dijo con esa voz que siempre suena a promesa incumplida.
Diana y yo nos miramos.
Ella arqueó una ceja.
Yo traté de no parecer una adolescente en plena telenovela.
—¿Visita oficial? —pregunté, fingiendo indiferencia.
—Visita de cortesía —respondió, dejando una taza frente a mí—. Latte, dos y media de azúcar, con espuma densa, ¿no?
—Lo recordaste.
—Algunas cosas no se olvidan.
Silencio.
Diana fingía revisar unos papeles, pero su oído estaba más atento que un radar.
Javier me extendió un muffin, aún tibio.
—Tus favoritos.
—Lo sé. —Lo tomé, intentando no sonreír—. Gracias.
—De nada. —Su mirada se quedó un segundo más de lo debido, de esos segundos que queman aunque el aire esté frío.
Diana se aclaró la garganta, divertida.
—Yo también existo, por si acaso.
—Y por eso traje dos —dijo Javier, entregándole otro muffin y el café—. No quiero que se diga que tengo favoritismos.
—Muy considerado —dijo ella, sonriendo de oreja a oreja—. Aunque el favoritismo está clarísimo.
Me dieron ganas de lanzarle una grapadora. A Diana, no a Javier. (Quizá a los dos, dependiendo de la cantidad de azúcar en el café.)
Cuando Javier se fue, Diana giró su silla hacia mí.
—Eso fue un acto de conquista.
—Fue un acto de repostería.
—¿Con mirada intensa incluida? Por favor, Amara. Ese hombre te mira como si fueras la respuesta a una pregunta que no se atreve a hacer.
—Y aun así, me vendió muffins por meses sin decir que era mi jefe.
—El misterio es parte del encanto.
Suspiré.
Sabía que Diana no lo dejaría pasar tan fácil. Y yo… tampoco podía fingir que no me removía algo.
Había algo en Javier, esa mezcla entre ternura y arrogancia, que me desarmaba un poco cada vez.
A la hora de salida, lo vi de nuevo. Estaba apoyado en su auto, justo frente a la entrada del edificio. Traje oscuro, camisa blanca, sin corbata.
El sol del atardecer le daba ese aire cinematográfico que ninguna persona real debería tener.
—Pensé que ya te habías ido —dije, acercándome.
—Te dije que te esperaría cuando terminaras el trabajo.
—Creí que era una figura retórica.
—No suelo hablar en metáforas cuando se trata de ti.
Lo dijo tan tranquilo, tan seguro, que me quedé sin réplica inmediata. Javier tenía ese don: hacía que las palabras sonaran simples y peligrosas al mismo tiempo.
—¿Y qué haces aquí exactamente? —pregunté, cruzando los brazos.
—Invitándote a salir.
—¿Así, sin aviso previo?
—Te traje café esta mañana. Pensé que eso contaba como anticipo.
—Mmm… interesante estrategia.
—Entonces, ¿funcionó?
—Digamos que te ganaste media cita.
Él sonrió.
Y maldita sea, esa sonrisa seguía siendo mi kriptonita.
—Media cita me basta para empezar —dijo.
—No prometo quedarme hasta el postre.
—Con que llegues al café, estoy conforme.
No sé por qué acepté.
Quizá porque el día había sido largo.
O porque Matías seguía rondando mis pensamientos como una brisa suave.
Y Javier, con su intensidad, era justo lo contrario: una tormenta de verano.
…
Fuimos a un restaurante pequeño, de esos que tienen luces amarillas y jazz suave de fondo.