Lo primero que hay que entender es que yo no tenía la más mínima intención de aceptar esa invitación.
O sea, sí, Javier es atractivo. Muy atractivo. Del tipo de atractivo que te hace olvidar el nombre de tu abuela cuando sonríe. Pero también es Javier. El jefe del jefe de mi jefe.
El hombre que probablemente tiene más dinero invertido en café que en cualquier acción de bolsa. Y, bueno, el “casi algo” que alguna vez besó mis decisiones hasta hacerlas dudar.
Así que cuando al día siguiente dijo:
”Te espero hoy cuando termines tu trabajo”
Yo no respondí “sí”.
Tampoco “no”.
Fue un:
—Lo voy a pensar.
Lo que en mi idioma significa: “ya me convenciste, pero voy a fingir que tengo dignidad”.
Diana me miró con esa sonrisa que solo tiene cuando huele drama a kilómetros.
—Ay, por favor, vas a ir —me dijo, mientras hacía sonar su lápiz contra la mesa—. Te conozco, Amara. Ya estás imaginando qué vas a ponerte. Yo la ignoré, aunque mentalmente ya estaba haciendo una lista para la siguiente cita;
Vestido negro básico (el de “no estoy intentando impresionarte, pero sí”).
Zapatos de tacón mediano (los de “soy estable emocionalmente, aunque no del todo”).
Perfume caro (el de “este aroma cuesta más que tus excusas”).
A las siete en punto, Javier estaba afuera de la oficina. Apoyado contra su auto, con las manos en los bolsillos, como si posara para una portada de revista que no sabía que se estaba tomando.
Yo salí intentando parecer casual.
No lo logré.
—¿Lista? —preguntó con esa voz que sonaba a café recién molido y a problemas emocionales.
—Depende —respondí—. ¿A dónde vamos?
—Sorpresa.
Mi peor palabra favorita.
Subimos al auto, y durante el trayecto él ponía música suave, de esas que hacen que hasta el tráfico parezca una película indie.
—Pensé que ibas a poner rock —comenté.
—Ya aprendí que no todas las mujeres quieren escuchar guitarras desafinadas cuando salen conmigo.
—¿Y cuántas mujeres escucharon guitarras desafinadas contigo?
—Suficientes como para saber que tú no eres una más.
Genial. Primeros cinco minutos y ya había una frase digna de telenovela.
Llegamos a un restaurante pequeño, con luces cálidas y aroma a pan horneado. Perfecto para una cita o para un interrogatorio emocional.
El mesero nos llevó a una mesa en la terraza, y Javier se adelantó a sacar mi silla.
Punto extra para él.
—No sabía que tenías modales —le dije.
—Solo los uso con quien vale la pena.
Otro punto.
Pedimos vino. Yo, blanco. Él, tinto.
Nunca hay compatibilidad en el color del vino, lo descubrí hace tiempo.
Hablamos de todo: de la empresa, del café (obvio), de cómo había terminado trabajando para él sin saberlo, y de lo ridículo que resultaba el destino a veces.
Hasta ahí todo iba bien.
Demasiado bien.
Y cuando las cosas van demasiado bien, mi vida tiene un botón automático de autodestrucción.
La camarera trajo un postre enorme, un helado que parecía diseñado para arruinar mi dieta y mi dignidad.
Javier, sonriente, dijo:
—Te traje esto porque sé que los dulces son tus favoritos.
—¿Tú me trajiste esto?
—Bueno, lo pedí. No lo cociné, no soy tan perfecto.
—Eso ya lo sabía.
Me reí, y en ese exacto momento, cuando tomé una cucharada, el helado decidió suicidarse sobre mi blusa.
Silencio.
De ese que duele.
—Oh, no —dijo él, intentando alcanzarme una servilleta.
—¡No lo mires! —le grité como si se tratara de una herida de guerra.
—Amara, solo quiero ayudarte…
—¡No, no, no! No necesito ayuda, necesito una máquina del tiempo.
Por supuesto, él se rió e ignoró mi súplica y me pasó una servilleta mientras yo intentaba salvar lo que quedaba de mi dignidad (y mi blusa).
—Esto es oficialmente lo más torpe que me ha pasado en una cita —dije.
—No, espera. Aún hay tiempo para superar eso.
Y entonces el idiota sonrió.
Esa sonrisa.
Esa que da ganas de perdonarle hasta que derrame a propósito el vino tinto en una alfombra blanca.
Después de que la camarera se compadeciera y trajera soda para limpiar la mancha (spoiler: no sirvió), seguimos la cena.
Javier se inclinó sobre la mesa, con una mirada que tenía más intensidad que una telenovela de horario prime.
—¿Sabes? —dijo— Siempre me gustaste.
—Sí, ya me lo habías demostrado… con cafés, muffins y besos inesperados.
—No, hablo en serio. Desde la primera vez que te vi, supe que eras un problema.
—¿Y aún así te acercaste?
—Soy adicto a los problemas.
Lo miré y, por primera vez, no supe si reír o salir corriendo.
Así que hice lo más maduro que pude:
—Voy al baño.
Spoiler dos: no era por necesidad fisiológica, era una estrategia de emergencia emocional.
Frente al espejo, respiré hondo.
Amara, no te enamores de otro hombre con poder. Recuerda al CEO. Recuerda el anillo. Recuerda al guitarrista infiel. Recuerda al gato.
Garfield.
Mi mejor consejero.
Cuando volví, Javier estaba con la cuenta en la mano.
—Yo invito —dijo.
—Eso es machista.
—Entonces te invito porque quiero impresionarte, no porque crea que no puedes pagar.
—Ah, en ese caso, acepto.
Y nos reímos. Mucho. Demasiado, quizás.
…
Al salir, el cielo estaba nublado y olía a lluvia. Javier ofreció llevarme a casa, pero yo insistí en caminar.
—Hace mucho que no camino bajo la lluvia —dije.
—Y yo hace mucho que no acompaño a alguien que lo disfrute.
Caminamos seis cuadras, mojándonos, hablando de todo y de nada.
De los gatos, de las vacaciones, de la publicidad, del amor y sus trampas.
Hasta que, sin avisar, se detuvo frente a mí.
—Amara…
—¿Sí?
—No quiero volver a equivocarme contigo.
—Eso implica que ya te equivocaste antes.