No sé en qué momento exacto pasó, pero un día desperté y Javier se había convertido en mi rutina.
Sí, Javier.
El mismo que alguna vez fue un “casi algo”, el mismo que ahora aparecía en cada intermedio de mi vida como si fuera un comercial de perfume caro: intenso, inevitable y con buena iluminación.
Todo empezó con una cita, y después vinieron dos, y luego tres, y luego... bueno, básicamente dejé de contar.
Él decía que le gustaba verme todos los días.
Yo decía que me gustaba el café de su cafetería.
Ambos sabíamos que eran mentiras, pero eran mentiras cómodas, de esas que una se pone como abrigo cuando todavía no sabe si tiene frío o miedo.
…
Javier apareció en mi oficina justo cuando me estaba despidiendo de Diana.
—Te vengo a buscar —dijo como si fuera lo más natural del mundo.
—¿A dónde?
—No lo sé. Improvisa conmigo.
Improvisar no era precisamente mi fuerte, pero la sonrisa que traía lo hacía ver como si la improvisación viniera con seguro dental y plan de retiro.
Así que acepté.
Terminamos en un parque enorme, con puestos de comida y un tipo tocando guitarra bajo un árbol.
—¿Y bien? —pregunté—. ¿Este es tu plan maestro?
—Sí. Pensé que necesitábamos aire fresco. Y comida callejera.
—¿Sabes que no es la mejor idea comer empanadas de un carrito en un parque, cierto?
—¿Confías en mí?
—No.
—Perfecto.
Terminamos comiendo sentados sobre el pasto.
El sol se filtraba entre las ramas, y él me hablaba de su infancia, de cómo había heredado la cafetería de su abuelo y de su extraño talento para quemar tostadas.
Yo le conté sobre mis campañas fallidas, mis ex desastrosos y Garfield, el gato del vecino que seguía usándome de segunda casa.
Él se rió. Mucho.
Y no sé si fue por el vino barato o por el sonido de su risa, pero ese día sentí que la vida se veía un poco menos complicada.
…
La segunda cita fue idea suya.
—Película, palomitas y cero interrupciones —me dijo por mensaje.
“Cero interrupciones”. Qué optimista.
Llegó con dos boletos para una película francesa subtitulada, porque según él “las comedias románticas gringas son muy predecibles”.
La ironía me dio risa, porque si alguien era predecible, era él: sonrisa fácil, chaqueta de cuero, olor a café tostado y esa forma de mirarte como si fueras el único canal de televisión que le interesa.
Nos sentamos. La película empezó.
Cinco minutos después, me di cuenta de que no había leído un solo subtítulo.
Él estaba demasiado cerca.
No tanto como para invadir mi espacio personal, pero lo suficiente como para que mi cerebro dejara de procesar información visual.
—¿Te gusta? —susurró.
—¿La película o tu perfume?
—Ambas.
Lo odié. Y al mismo tiempo, quise reírme.
A la mitad de la película, me ofreció su abrigo porque “parecía tener frío”.
No tenía, pero me lo puse igual.
Porque, honestamente, la forma en que su perfume se mezcló con el mío me hizo pensar que tal vez lo mío con el cine de autor tenía esperanza.
Al salir, el cielo estaba nublado (otra vez).
Nos refugiamos en su auto y él encendió la calefacción.
—¿Sabes qué es lo peor de las películas románticas? —dije.
—¿Qué?
—Que siempre terminan bien.
—Tal vez no todas —respondió, mirándome con esa expresión que te promete desastres hermosos.
…
Un sábado por la mañana, sonó el timbre.
Yo todavía estaba en piyama, con el cabello en modo “no me importa la vida” y la cara a medio lavar.
Cuando abrí la puerta, ahí estaba él.
Con dos cafés, una bolsa de muffins y esa sonrisa de “sé que me vas a perdonar por irrumpir en tu descanso”.
—¿Qué haces aquí? —pregunté.
—Desayuno sorpresa.
—Javier, son las nueve.
—Exacto. El momento perfecto entre la pereza y la lucidez.
Dejé que entrara.
Mientras me escondía en la cocina intentando peinarme con los dedos, él ya estaba acomodando todo en la mesa.
—¿Tienes idea de que esto es acoso alimenticio? —bromeé.
—Solo si no te gusta el muffin.
—Depende del sabor.
—Arándanos. Tu favorito.
—Touché.
Comimos entre risas y confesiones ligeras.
Hablamos de nuestras peores borracheras (él ganó, claramente) y de cómo ambos teníamos un historial amoroso que podía llenar una enciclopedia de errores.
Y ahí, entre un sorbo de café y otro, sentí esa sensación extraña, cálida, peligrosa. La que te dice que podrías enamorarte de alguien sin darte cuenta.
… Yo salía del trabajo tarde, cansada y con un paraguas roto, cuando lo vi esperándome en la esquina.
—¿Qué haces aquí? —pregunté.
—Te llevo a casa.
—¿Y cómo sabías que iba a salir ahora?
—Porque te conozco. Y porque Diana me mandó un mensaje.
—Esa traidora…
Caminamos bajo la lluvia. Otra vez.
Pero esta vez fue distinto. No hubo palabras innecesarias. Solo pasos acompasados, miradas que decían más que cualquier diálogo.
En un momento, se detuvo.
—Amara —susurró—. No quiero que pienses demasiado las cosas conmigo.
—¿Y si ya lo hago?
—Entonces te invito a dejar de hacerlo.
Y me besó.
No fue un beso de impulso. Fue uno de esos que llegan con pausa, con intención, con promesa de calma.
Y ahí, bajo la lluvia, decidí que tal vez estaba bien dejar que alguien más me cuidara por un rato.
…
Dos semanas después…
No sé si fue el ritmo o la costumbre, pero Javier se convirtió en parte de mi agenda. Nos veíamos todos los días. Literalmente.
Café antes del trabajo, mensajes durante el almuerzo, cena después de la oficina. Era como si él tuviera un cronómetro interno para aparecer justo cuando mi cerebro intentaba sobreanalizar las cosas.
Y claro, yo lo dejaba. Porque admitir que me gustaba demasiado habría sido una derrota emocional que no estaba lista para asumir.