Corazón de Veleta

37.-Cafetero

No sé exactamente en qué momento dejé de distinguir si salíamos o simplemente nos orbitábamos.

Javier tenía ese tipo de energía que arrastraba, no como un torbellino —de esos que te despeinan y te dejan mirando al vacío—, sino como un campo magnético.

De pronto, todo lo que yo hacía parecía girar a su alrededor. Y no porque me lo impusiera, sino porque se sentía natural, inevitable, casi cómodo.

Al principio, eran cafés rápidos después del trabajo. Un “te llevo, me queda de paso”, aunque su casa quedaba en la dirección contraria. Luego fueron cenas improvisadas, películas que nunca terminábamos de ver, y paseos sin destino, sólo porque a él le gustaba caminar “para ordenar las ideas”. Decía que caminar era su forma de pensar, pero yo sospechaba que lo hacía para verme tropezar con los adoquines y poder tomarme del brazo. Lo hacía siempre: se reía, me sostenía y decía que tenía reflejos de héroe, aunque en realidad sólo me gustaba que me sostuviera así, como si el suelo desapareciera y él fuera el punto fijo del universo.

Javier no era como Francisco. Él no llenaba el espacio con palabras, sino con presencias. Podía quedarse callado durante minutos, y ese silencio, lejos de ser incómodo, tenía textura. Yo lo sentía como un tejido invisible que nos envolvía.

A veces, mientras me contaba una historia cualquiera —una anécdota de su cafetería, una idea absurda de marketing, o alguna canción que había descubierto—, se inclinaba ligeramente hacia mí y me tocaba la mano para enfatizar algo. Y ahí, justo ahí, el aire cambiaba. Era casi imperceptible, pero mi cuerpo lo notaba antes que mi mente. Una corriente sutil, una especie de electricidad que se deslizaba bajo la piel y me hacía olvidar lo que estaba diciendo.

La primera vez que salimos oficialmente —aunque ninguno lo llamara cita— fue a un bar de jazz. Él pidió whisky, yo vino tinto. “Me gusta cuando tomas vino”, me dijo, “se te nota más el color en las mejillas.” No supe si era un cumplido o una observación científica, pero igual me sonrojé. Él sonrió, satisfecho, como si lo hubiera hecho a propósito. La música era suave, melancólica. Había una cantante con voz de terciopelo que parecía saber exactamente de qué iba nuestra historia. Cuando la canción terminó, Javier me miró y dijo:

—¿Sabes por qué me gusta el jazz?

—Porque es impredecible —respondí.

—Y porque necesita silencio para existir. —Hizo una pausa—. Como tú.

Yo me reí, un poco incómoda, un poco fascinada. No estaba acostumbrada a que alguien me leyera con tanta facilidad.

A la segunda semana, ya conocía mi forma de hacer té. Dos de azúcar, una pizca de canela. Lo preparaba sin preguntar, sin siquiera mirarme, y me lo pasaba como si supiera que ese gesto, tan simple, me desarmaba más que cualquier flor o poema.

Me conocía en esos pequeños detalles invisibles. Y era eso lo que más me atraía.

Una tarde, me esperó fuera del trabajo. Estaba apoyado en su auto, camisa blanca, mangas arremangadas, esa sonrisa que parecía decir sé exactamente lo que estás pensando, y sí, también quiero eso.

—Vamos al parque —dijo.

—¿Ahora? —pregunté, mirando mi reloj.

—Sí. El sol se va a esconder, y es mi hora favorita.

No supe negarme. Caminamos descalzos sobre el césped húmedo, riéndonos de cosas sin sentido. Él se acostó mirando el cielo, y yo me senté a su lado.

—¿Sabes que el cielo a esta hora nunca tiene el mismo color dos veces? —murmuró.

Lo miré.

—Eso dices de todo —contesté.

—Porque es verdad. —Se giró hacia mí—. Y tú tampoco tienes el mismo color dos días seguidos.

—¿Qué color tengo hoy?

—Tienes el color de alguien que está aprendiendo a volver a confiar.

Me quedé callada. Me incomodó lo certero. Pero también me gustó. Era la clase de frase que se me quedaba pegada en la piel.

En otra de nuestras salidas, terminamos empapados por una lluvia inesperada. Corrimos por la calle entre risas, sin paraguas, con el agua goteando de nuestras pestañas. Él me tomó del rostro y me besó la frente, casi con devoción. “Hay algo sagrado en verte reír así”, murmuró. No supe si era el momento o el clima, pero ese beso me tembló hasta los huesos.

Después fuimos a su departamento, nos cambiamos la ropa mojada por camisetas viejas, y cocinamos pasta con salsa de tomate de frasco. La cocina olía a albahaca y electricidad. Mientras revolvía la salsa, él se acercó por detrás, me abrazó y apoyó la barbilla en mi hombro.

—Podría acostumbrarme a esto —dijo.

Y aunque no lo dije en voz alta, yo también.

A medida que pasaban los días, Javier fue ocupando espacios. No sólo en mi agenda, sino en mi cabeza, en mis rutinas, en mis excusas. A veces me encontraba sonriendo sola, recordando una broma suya. O revisando el teléfono sólo para ver si había enviado ese mensaje con un simple “¿ya comiste?”. Lo hacía. Siempre lo hacía. Y cada vez que lo veía, el mundo se sentía un poco más ordenado. Más mío.

Lo que más me descolocaba era su calma. Esa serenidad de quien parece tener el control de todo, incluso de mí. Cuando me hablaba, no sólo escuchaba: me observaba con una atención que dolía. Como si cada palabra mía le importara de verdad.

Una noche, salimos a caminar después de cenar. El aire estaba frío, pero no tanto como para alejarnos. Javier llevaba su chaqueta abierta, y de vez en cuando me cubría con ella, sólo para tener una excusa para rodearme.

—A veces pienso que te inventé —dijo, sin dramatismo, sin pausa.

—¿Por qué?

—Porque no puede ser que me entiendas cuando ni yo sé lo que quiero decir.

Yo me reí.

—Eso se llama suerte.

—Eso se llama destino.

Rodé los ojos.

—Qué cursi.

—No tanto como tú cuando finges que no te derrites por mí.

No supe qué responder. Y él sonrió, triunfal.

Los días se fueron volviendo semanas. Las semanas, meses. De pronto habían pasado tres, y yo ya no recordaba cómo era mi rutina antes de él. Sabía dónde guardaba el azúcar en su casa, cuál de sus camisas me gustaba más, cuál de sus libros tenía las páginas dobladas porque lo leía antes de dormir.



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En el texto hay: romance y humor, chiklit, muchos novios

Editado: 27.10.2025

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