No sé si alguna vez te pasó que algo es tan perfecto que da miedo. Bueno, a mí me pasa con Javier.
Hace semanas que lo pienso. Lo pienso cuando me besa en la frente, cuando me trae el café con mi nombre escrito con marcador indeleble en el vaso, cuando aparece con muffins recién hechos “porque sé que prefieres el de frambuesa con glaseado, no el de limón”. El tipo es tan correcto, tan atento, tan absolutamente imposible de odiar… que me pone nerviosa.
Por eso estoy acá. En el bar. Con Diana.
Porque si hay alguien que puede bajarme de la nube del autoengaño, es ella.
El bar es el mismo de siempre: oscuro, ruidoso, con un neón azul que parpadea como si tuviera ansiedad, y un grupo de desconocidos riéndose como si acabaran de descubrir el sentido de la vida en un vaso de mojito.
Diana llega con dos copas de vino tinto y esa mirada suya de “a ver qué hiciste ahora”.
—Bueno, dispara —dice, dejándose caer en la silla frente a mí—. ¿Qué te preocupa esta vez? ¿El tamaño del muffin o la estabilidad emocional del panadero?
—No, no… —respiro hondo y hago girar el tallo de la copa entre los dedos—. Es Javier.
—¿Qué pasa con Javier?
—Nada. Ese es el problema. No pasa nada. Es… perfecto.
Diana arquea una ceja y se acomoda, dispuesta a disfrutar del show.
—¿Y desde cuándo lo perfecto es un problema?
—Desde que todos mis exs parecían perfectos al principio —respondo, bebiendo un sorbo largo. El vino es dulce, y me arde la garganta justo lo necesario como para darme valor—. Después se caían a pedazos. Como muebles de oferta.
Diana se ríe, apoyando la barbilla en la mano.
—Ok, vamos por partes. Ilústrame, que hoy tengo ánimo de recordar tus fracasos amorosos.
Suspiro. Sé lo que viene.
Cuando Diana dice “ilústrame”, significa que va a disfrutar de mi miseria con la devoción de un crítico de arte.
—Empezamos por el conejito —dice, señalándome con el dedo.
Yo cierro los ojos, me tapo la cara y asiento.
—Ay, no. No lo menciones.
—Claro que lo voy a mencionar. Era tierno, monísimo, y… ¿cómo decirlo con delicadeza? Duraba menos que un TikTok.
Me río a carcajadas, sin poder evitarlo.
—No seas cruel. A lo mejor tenía problemas de ansiedad.
—Sí, ansiedad de terminar antes de empezar —replica ella, y casi escupo el vino por la nariz de la risa.
—¡Diana!
—Bueno, bueno —dice, secándose las lágrimas—. Después vino el ingeniero, ¿no? El de los gráficos en Excel para todo.
Pongo los ojos en blanco.
—El del pene en miniatura, sí.
—Ay, sí. El modelo “USB tipo C”. Pequeño, pero universal —suelta Diana, y ahora sí, me doblo de la risa.
—¡Eres horrible! —le digo entre risas—. Pero sí, él.
Pablo, el ingeniero.
Tan educado, tan estructurado, tan de “vamos a planificar nuestra vida en PowerPoint”. Hasta que llegó el momento de la pasión… y bueno, el PowerPoint no tenía transición suficiente para arreglar eso.
—Después está el del café, ¿no? El romántico que te pidió matrimonio a las dos semanas —dice Diana, alzando la ceja.
Yo hago un gesto de horror teatral.
—Dios, ese.
Recuerdo la escena:
Nos conocimos en la cafetería de Javier (irónico, lo sé).
Pedí un cappuccino, él estaba leyendo El Principito (red flag número uno).
A la segunda cita me llevó flores, a la tercera me presentó a su madre, y a la cuarta… me propuso matrimonio.
Con anillo y todo.
—Nunca olvidaré tu cara cuando me dijiste “Diana, creo que se quiere casar para deducir impuestos” —dice, muerta de risa.
—Y puede que tuviera razón.
—Después vino… —Diana hace una pausa dramática— el músico.
Yo gimo. Literalmente gimo de frustración.
—No hablemos del músico.
—Oh, sí. Hablemos del músico. El poeta del bar, el de la voz ronca y las groupies con falditas.
—No fue tan malo —intento defenderlo, sin mucha convicción.
Diana arquea una ceja.
—Te engañó. Te compuso una canción cursi y te fue a cantar bajo el balcón con guitarra incluida.
—Y yo le tiré una jarra de agua.
—Exacto. Fue una de tus mejores performances. Yo te habría dado un Oscar.
Ambas reímos fuerte.
Hay algo liberador en reírte de tus propios errores, sobre todo cuando los errores tienen nombre y apellido.
—Y por último —dice Diana, con voz teatral— el jefe.
Suspiro.
—Francisco.
—El de los trajes caros, el collar de diamante gris y la doble vida.
—Ese mismo —respondo.
Recuerdo el peso del collar, el brillo del diamante. La forma en que me lo puso en el cuello mientras me decía que era “tan valiosa como esa joya”.
Y todo el tiempo tenía una prometida.
Diana se encoge de hombros, como si acabara de resumir un documental.
—Mira el lado bueno. Ya cubriste todos los géneros: drama, comedia romántica, thriller psicológico.
—Me falta el de terror —murmuro.
—Si sigues dudando de Javier, lo vas a tener también —me responde, con una sonrisa pícara.
Nos quedamos un momento en silencio, escuchando el ruido del bar, el zumbido de conversaciones ajenas, el tintinear de vasos.
Yo jugueteo con la servilleta y confieso, bajito:
—Es que Javier no parece real. No se enoja, no discute, no se le escapa ni una palabra fuera de lugar. Es como si hubiera salido de una lista de “novio ideal” de Pinterest.
—¿Y eso te asusta?
—Un poco. —Bebo otro trago de vino y dejo la copa sobre la mesa—. No quiero volver a meterme en algo que se derrumbe cuando le dé un estornudo.
—A lo mejor estás tan acostumbrada al caos que la calma te asusta —dice Diana, mirándome con esa sabiduría que sólo le sale cuando está a medio vino.
—¿Y si me vuelvo dependiente de alguien así?
—Amara, si sobreviviste a un tipo que te pidió matrimonio con un frappé en la mano, puedes sobrevivir al amor real.
Me río.
—No sé si eso fue amor o síndrome de Estocolmo.