No sé si alguna vez te ha pasado eso de mirar tu casa vacía y sentir que se te desarma un pedacito del alma.
A mí me pasó. Bueno… a mí me pasa siempre que me mudo, aunque esta vez me dolió un poco más, porque en ese sofá (que ahora estaba cubierto con una sábana para que pareciera “minimalista”) había llorado, reído, y tenido un par de epifanías existenciales frente a una pizza fría y una copa de vino barato.
—A esta casa le falta alma —dije mirando alrededor.
—Y limpieza —me respondió Diana, levantando una ceja mientras metía papas fritas en su boca como si fuera una excavadora de snacks.
Ella ya había llegado antes que todos. Venía con una botella de vino y una misión: asegurarse de que no me arrepintiera de mudarme con Javier. Spoiler: lo logró a medias.
—No puedo creer que te vayas —suspiró, mirando alrededor—. Era el único lugar donde podíamos chismear sin que nadie nos juzgara.
—Podemos seguir haciéndolo en mi nuevo departamento —le recordé.
—Sí, claro, con tu novio perfecto escuchando desde la cocina mientras hace pan artesanal y alimenta su masa madre.
Me reí. Javier era efectivamente ese tipo de hombre: el que tenía masa madre en un frasco etiquetado como “Carlitos”. Y no sé si era adorable o un poquito perturbador.
—Bueno, para compensar, invité al padre de mis hijos imaginarios.
—¿Qué? —preguntó Diana sin entender.
Justo en ese momento sonó el timbre, y cuando abrí la puerta, ahí estaba: Matías.
Mi vecino.
Mi debilidad.
Mi crush más absurdo y prolongado.
Con ese aire de “recién salido de una campaña de perfume caro”, traía una botella de ron y su gato Garfield metido en una mochila de malla que parecía una cápsula espacial.
Sí. Garfield venía a la fiesta.
—¿Estás segura de que esto es una despedida o una intervención? —preguntó Matías entrando con una sonrisa ladeada.
Diana casi se atraganta al verlo.
—¡Ay por favor, este hombre no puede ser real! —dijo sin pudor.
—Diana, comportate, él es mi vecino.
—Sí, y tu vecino podría estar en una escultura griega con toga y nadie notaría la diferencia.
Matías se rió, apoyó la botella en la mesa y me miró con esos ojos que deberían venir con advertencia de seguridad emocional.
—¿Y tu novio no viene?
—Sí, pero va a llegar más tarde. Dijo que iba a traer algo para comer.
—¿Algo como sushi o algo como un compromiso a largo plazo? —preguntó Diana.
—Ambos —respondí suspirando—. Javier es así. El tipo que aparece con vino, flores y un plan de jubilación compartido.
Diana soltó una carcajada. Matías sólo me sonrió, como si entendiera algo que yo todavía no.
Y así empezó la noche.
…
Entre tragos de vino, papas fritas y música retro, el departamento volvió a sentirse vivo. Diana había tomado posesión del parlante y estaba reproduciendo una playlist que alternaba entre Shakira pre-Piqué y ABBA.
Matías estaba sentado en mi viejo sillón, Garfield en su regazo, y de vez en cuando se reía con mis anécdotas del trabajo.
—Publicista, ¿eh? —me dijo, girando la copa entre los dedos—. Eso explica por qué siempre pareces estar vendiéndome algo.
—Te estoy vendiendo la idea de que soy una adulta funcional —respondí, medio seria, medio divertida.
Diana aplaudió.
—¡Brindemos por eso!
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque todos fingimos ser adultos funcionales y nadie lo está logrando.
Matías levantó su copa.
—Por las impostoras del éxito.
Y brindamos.
Sentí un pequeño calorcito, no sólo del vino, sino del momento. Esa sensación rara de saber que algo está terminando y algo nuevo comienza.
…
Javier llegó con pizza, vino, y una sonrisa que podía vender seguros de vida.
Se saludaron todos con cordialidad, aunque noté que Matías se puso un poco más callado.
Yo lo entiendo. Javier tenía esa energía de “ya gané”.
Y Matías, en cambio, era el tipo que no compite, pero igual te desarma con una mirada.
La conversación fluyó entre bromas, recuerdos y un par de juegos absurdos propuestos por Diana (“Yo nunca, versión adultos con culpa”).
—Yo nunca… —dijo Diana, levantando su copa— …me he enamorado de alguien sólo por cómo camina.
—Bueno, ahí me perdiste —dije levantando la mía.
—¿Quién? —preguntó Javier curioso.
—Nadie —respondí, pero Matías me lanzó una mirada divertida.
Garfield maulló.
—Sí, Garfield, ella está hablando de mí —bromeó Matías.
—No, estaba hablando de tu gato —respondí, para disimular.
—Claro —replicó él, sonriendo con esa media luna peligrosa.
Javier, por su parte, parecía relajado, confiado. Hasta que yo, con unas copas de más, me levanté de golpe y declaré:
—¡Voy a extrañar este departamento!
—Y los vecinos musculosos, seguro —dijo Diana, guiñándome un ojo.
Javier se rió, pero en sus ojos hubo un pequeño brillo inquisitivo.
Yo fingí no verlo.
…
El vino se acabó.
El ron de Matías desapareció misteriosamente (culpo a Diana, aunque podría haber sido yo).
Y Javier, con su adorable sentido de responsabilidad, decidió ir a comprar más alcohol antes de que la noche se apagara.
—No se duerman —nos dijo, poniéndose la chaqueta.
—Depende —contestó Diana—. Si vuelves con vino, te esperamos. Si no, pedimos vodka por delivery y le ponemos el nombre de tu marca.
Javier se rió y salió.
La puerta se cerró.
Y el silencio duró exactamente diez segundos.
—Bueno —dijo Diana estirándose—, voy al baño, necesito verificar si sigo siendo una diosa del glamour o si ya soy una pasa de uva.
Y ahí quedé.
Sola.
Con Matías.
Y Garfield.
…
Él estaba sentado en el suelo, jugando con el gato.
Yo lo miré desde el sillón y, sin planearlo, dije:
—Ya no vas a poder ser el padre de mis hijos.
Él levantó la cabeza, confundido y divertido al mismo tiempo.