No sé en qué momento pasé de tener mi cepillo de dientes en un vasito de plástico azul a tenerlo al lado de otro, perfectamente alineado, con un dispensador de jabón coordinado y una vela aromática con nombre de flor francesa que no puedo pronunciar.
Creo que fue el día que me mudé con Javier.
—Bienvenida al paraíso de las toallas dobladas —me dijo la primera mañana, cuando intenté colgar la mía arrugada en la puerta.
Él la tomó con la delicadeza de quien rescata a un animal herido y la volvió a doblar en tercios perfectos.
Yo lo observé con una mezcla de fascinación y terror.
—¿Siempre doblas las toallas así?
—Claro, si no, no secan bien.
—Oh, no sabía que las toallas tenían personalidad.
—No la tienen, pero yo sí.
Y me sonrió.
Esa sonrisa.
La que desarma argumentos, filtros emocionales y hasta el deseo de discutir.
Fue el primer recordatorio de que Javier era, efectivamente, un adulto funcional.
Yo, en cambio, era un tornado con licencia de publicista.
…
Javier se levanta a las seis.
Yo no.
Mi cuerpo recién empieza a recordar que existe alrededor de las ocho y media, cuando el olor a café invade la casa como un hechizo.
Lo juro: ese hombre prepara café como si fuera un rito chamánico. Muele los granos a mano, usa una balanza digital, y tiene una jarra que parece una nave espacial.
La primera semana intenté imitarlo.
Resultado: un desastre.
—¿Qué haces? —preguntó él una mañana, al encontrarme parada frente a la cafetera, con una nube de vapor saliendo por un costado.
—Estoy haciendo café.
—Eso parece un sacrificio maya.
Me reí, aunque en el fondo sabía que tenía razón.
Desde ese día, el café pasó oficialmente a ser “su terreno”.
Yo, a cambio, asumí la cocina… o al menos lo intenté.
…
La primera vez que cociné, Javier se sentó en la barra con una copa de vino y una expresión entre curiosa y resignada.
—¿Qué preparamos hoy, chef?
—Fideos.
—¿Con qué salsa?
—Con… actitud.
Diez minutos después, los fideos estaban pegados entre sí como una masa emocionalmente inestable.
—Quizá necesitan más amor —dijo él, intentando disimular.
—O un exorcismo.
Terminamos pidiendo sushi.
Aun así, él insistía en que cocináramos juntos los domingos.
Y tengo que admitir que había algo íntimo en eso: cocinar con alguien no es solo mezclar ingredientes. Es aprender sus silencios, sus hábitos, su forma de moverse.
Javier cocinaba como amaba: con precisión y ternura.
Yo cocinaba como vivía: improvisando y riéndome del caos.
—¿Sabes que tienes harina en la nariz? —me decía.
—Es mi nuevo iluminador natural.
—Eres imposible.
—Y tú demasiado perfecto.
Nos quedábamos mirándonos.
Y en esos momentos, con la sartén olvidada y la salsa burbujeando, sentía que esa perfección no me asustaba tanto.
Por unos segundos, parecía alcanzable.
…
La convivencia te enseña cosas.
Por ejemplo: Javier dobla las camisetas como si trabajara en una boutique japonesa.
Yo las doblo como si estuviera escapando de una escena del crimen.
—¿Cómo puedes vivir con tanto desorden? —me preguntó un sábado, mirando mi cajón.
—Con imaginación —respondí.
—La imaginación no plancha la ropa.
—Pero evita las crisis existenciales.
Él suspiró, sonriendo.
Me abrazó por la espalda y dijo:
—No quiero cambiarte, solo enseñarte a sobrevivir a mi TOC.
—Y yo no quiero cambiarte, solo convencerte de que las medias no tienen por qué vivir en pareja.
Nos reímos.
Era esa risa que equilibra todo.
Convivir con Javier era como bailar con alguien que siempre da el paso correcto, y tú estás descalza, un poco ebria y feliz igual.
…
Trabajar desde la casa con Javier cerca era… un desafío.
Él tenía su oficina en la sala, con doble monitor, auriculares inalámbricos y un orden que podría ganar concursos de simetría.
Yo trabajaba en la mesa del comedor, rodeada de post-its, tazas vacías y ansiedad creativa.
—¿Podemos hablar de tus tazas? —me dijo una mañana.
—No.
—Hay cinco. Todas con rastros de café.
—Es parte de mi proceso creativo.
—¿Qué parte? ¿La arqueológica?
Reí.
Javier tenía esa habilidad para hacer que me riera incluso cuando quería discutir.
A veces, durante el almuerzo, hablábamos de nuestras campañas publicitarias.
Él, con su empresa consolidada.
Yo, con mis ideas medio locas pero efectivas.
Y cuando nos dábamos cuenta, habíamos pasado horas intercambiando ideas.
Era fácil admirarlo.
Más difícil era no sentirme pequeña a su lado.
Pero él siempre encontraba la forma de recordarme que me veía igual: capaz, brillante, su par.
—No te compares —me dijo una vez, al verme frustrada—. Las comparaciones son la ruina del amor propio.
—¿Y si solo soy un borrador al lado de tu perfección?
—Entonces soy un editor feliz.
Sí. A veces decía cosas así.
Y yo quería que el universo lo escuchara y tomara nota para mejorar a los hombres del resto del planeta.
…
Las noches con Javier eran mi parte favorita.
Ver películas, reírnos por tonterías, discutir sobre si el gato de Shrek merecía spin-off (spoiler: sí).
Una noche, estábamos viendo una serie y Javier me abrazó desde atrás, apoyando la barbilla en mi hombro.
—¿En qué piensas? —preguntó.
—En si sobreviviríamos a una mudanza internacional.
—¿A dónde?
—No sé. A Grecia.
—¿Por el dios del vecino?
—No —mentí.
Él se rió, me besó el cuello y dijo:
—Donde sea, mientras haya café y tú, me adapto.
Y ahí estaba otra vez.
Esa sensación.
Esa mezcla entre amor y miedo.
Porque, ¿qué pasa cuando todo va tan bien que parece irreal?
Cuando te das cuenta de que no estás esperando el desastre, sino aprendiendo a confiar en la calma.