No sé en qué momento pasé de quejarme por cada ex tóxico a estar empacando maletas para un viaje de aniversario con el hombre más romántico de la Tierra.
Sí, yo, Amara, la misma que tiró agua desde un balcón a un músico con guitarra. La vida da giros raros.
Cumplíamos un año juntos, y Javier decidió que había que celebrarlo “como se debe”. Eso, traducido a su idioma, significaba que yo no tenía permitido opinar ni empacar. Solo debía “confiar en él”.
Lo cual, siendo honesta, da tanto miedo como ternura.
Así que ahí estaba yo, con los ojos vendados (literalmente, el muy teatral me había hecho poner una bufanda en los ojos “para que la sorpresa no se arruinara”), intentando no caerme mientras él me guiaba fuera del auto.
—Cuidado, paso grande —me dijo, sujetándome con esa voz que tiene la exacta mezcla entre mando y ternura.
—¿Paso grande o precipicio? —repliqué, tanteando con el pie.
—Paso grande, prometido. Si fuera un precipicio ya te habría avisado.
Levanté una ceja invisible bajo la venda.
—Ah, qué caballero. Muy tranquilizador.
Él rió, y después de unos minutos de caminata (o tortura, según el cristal con que se mire), me detuvo. Me quitó lentamente la bufanda, y lo primero que vi me dejó sin aire.
Frente a mí, una cabaña de madera preciosa, enclavada en medio del bosque, con el reflejo del lago extendiéndose detrás como un espejo de seda. Había árboles enormes, un muelle diminuto y un silencio tan profundo que daba la sensación de que el mundo se había tomado vacaciones.
—¿Esto es…? —balbuceé, girándome hacia él.
—Nuestro aniversario —dijo, sonriendo con esa calma que solo él tiene—. Una semana completa lejos de todo. Sin teléfonos, sin correos, sin trabajo. Solo tú y yo.
Yo lo miré y tuve que hacer un esfuerzo por no derretirme ahí mismo.
—¿Y sin WiFi? —pregunté, solo para romper el hechizo.
—Sin WiFi —confirmó, divertido.
—Ah, fantástico. O sea que si no vuelvo, nadie sabrá que morí en manos de un romántico extremo.
Se acercó, me pasó un brazo por la cintura y me susurró al oído:
—Créeme, hay formas mucho mejores de morir conmigo.
Ok, golpe bajo.
Este hombre sabía exactamente qué decir y cuándo.
La cabaña era sacada de una película: chimenea de piedra, cocina rústica, una cama tan grande que parecía pensada para dormir y discutir cómodamente, y una vista al lago que te hacía olvidar de qué año vivías.
Los primeros días pasaron entre risas, caminatas, comidas improvisadas y baños en el lago. Javier cocinaba. Bueno, intentaba cocinar. Yo ayudaba… o lo distraía, depende de cómo se mire.
No había relojes. Ni agendas. Solo nosotros y el sonido del bosque.
Era como si el tiempo se hubiera detenido justo cuando la vida se sentía perfecta.
El tercer día fue especial desde el amanecer. Javier estaba distinto. Más silencioso, pero con esa energía que uno puede sentir aunque no diga nada. Yo lo noté desde que abrió los ojos y me besó la frente.
—¿Todo bien? —pregunté, mientras me enredaba en la manta.
—Perfecto —respondió, pero con esa sonrisa de quien está planeando algo.
Durante el día salimos a remar en el lago. El agua estaba tan quieta que reflejaba el cielo, y los pájaros parecían coreografía. Javier remaba, y yo solo lo miraba, pensando en lo ridículamente guapo que era.
Sí, lo admito. Me volví de esas que se quedan embobadas mirando a su pareja hacer cualquier cosa, incluso remar. Pero bueno, era mi novio, tenía derecho.
En un momento, me lanzó agua con el remo y yo respondí lanzándole más. Terminamos empapados, riéndonos como dos adolescentes. No sé cómo, pero esos momentos sencillos se sentían eternos.
Cuando el sol comenzó a bajar, Javier me propuso dar un paseo. Caminamos hasta una colina que daba al lago. El cielo estaba teñido de naranja y violeta, y el aire olía a pino y madera. Era hermoso, pero de ese tipo de belleza que te da miedo tocar, por si se rompe.
—Ven —dijo, tomándome la mano.
Nos sentamos sobre una manta que él había llevado (por supuesto, todo estaba planeado), y sacó una botella de vino. Yo lo miré con una mezcla de ternura y sospecha.
—¿Qué estás tramando? —pregunté, arqueando una ceja.
—Nada —contestó, con esa sonrisa culpable que en él significa “todo”.
—Mmm, claro. Porque tú siempre llevas vino y copas al atardecer por pura casualidad.
Él sirvió dos copas y me pasó una. Brindamos en silencio. El reflejo del sol se hundía lentamente en el lago, y sentí ese nudo en el pecho que te da cuando sabes que algo grande está por pasar.
—Amara —dijo finalmente, con un tono que me hizo enderezar la espalda.
Y ahí estaba otra vez esa voz. La que usó cuando me pidió que me mudara con él. La que usó cuando confesó que me amaba.
Mi cerebro gritó “¡Corre!” y mi corazón, como siempre, le respondió “¡Ni loca!”
—Sí… —susurré, fingiendo serenidad.
—Te amo —dijo, y mi estómago se encogió bonito.
—Yo también te amo —respondí, un poco más bajito.
Entonces lo vi moverse, despacio, hasta ponerse de rodillas frente a mí.
Otra vez.
Otra maldita vez.
¿Es que este hombre tenía una adicción a arrodillarse?
Porque yo ya estaba empezando a pensar que sí.
—¿Otra caja? —bromeé, intentando no llorar antes de tiempo.
—Otra caja —confirmó, sacándola del bolsillo de su chaqueta.
El viento soplaba suave, levantando mechones de mi cabello. El cielo era una acuarela de fuego, y él, ahí arrodillado, parecía salido de un sueño.
—No te voy a hacer un discurso largo —dijo—. Porque todo lo que te diría, ya lo sabes. Eres lo que siempre busqué. Lo que nunca creí merecer.
Y sí, lloré. Porque soy fuerte, pero no tanto.
—Javier… —intenté hablar, pero la voz se me quebró.
—Quiero pasar mi vida contigo —continuó, con la mirada fija en mí—. Con tus risas, tus locuras, tus silencios, tus domingos de pijama y tus ataques de sarcasmo. Quiero despertarme contigo todos los días, incluso cuando ronques.