Yo sé que se supone que los preparativos de una boda son la parte “mágica” de todo el proceso. La ilusión, los vestidos, las flores, las pruebas de tortas y el eterno debate de si la servilleta debe ir doblada como cisne o como abanico. Bueno, les aviso desde ya: es una trampa.
Porque sí, al principio fue adorable.
Eliana —mi suegra— me llevó de la mano a todas partes como si fuera su nueva muñeca Barbie edición “futura esposa ejemplar”. Es encantadora, lo juro. Una mezcla entre hada madrina y jefa de operaciones militares. Tiene ese talento de decirte “tranquila, todo está bajo control” mientras organiza veinte cosas al mismo tiempo, y de alguna forma logra que quieras complacerla.
La wedding planner, en cambio, parecía salida de un comercial de maquillaje: siempre sonriente, vestida de blanco, y con ese tono de voz que suena como si el aire oliera a jazmines. Me trataba como si yo fuera una princesa indecisa, lo cual —lo admito— no estaba tan lejos de la realidad.
La primera vez que las tres nos sentamos juntas, yo pensé que estábamos planeando una boda.
Error.
Estábamos diseñando una invasión.
Eliana hablaba de flores, la wedding planner de paletas de colores, y yo… bueno, yo sólo trataba de no pensar en cuánto costaban las flores ni en si alguien podría tropezar con los arreglos de pasillo y morir durante la ceremonia.
Hasta que Javier llegó a rescatarme.
Entró con esa sonrisa suya —la que parece decir “tranquila, yo tengo todo bajo control”— y me extendió una carpeta como si trajera dentro la salvación del universo. “Vístete cómoda, amor. Vamos a ver algo.”
Yo lo miré sospechando lo peor.
—¿Algo como qué?
—Como… nuestra futura casa.
Y ahí fue cuando mi cerebro explotó un poquito.
…
Ahora, les explico algo.
Yo vengo de un orfanato. Nunca tuve “mi casa”. Viví en departamentos pequeños, compartidos, temporales, de esos donde las paredes parecen de papel y los vecinos saben de memoria tus horarios.
Así que cuando Javier dijo “nuestra futura casa”, yo pensé en un lugar con dos habitaciones y una cocina que no sonara a tren pasando cada vez que hervía agua.
Pero no.
El concepto de “futura casa” de Javier era… otro.
Llegamos a una zona residencial donde las calles parecían recién peinadas. Árboles alineados, pasto del mismo verde en todas las casas, y portones que se abrían como en cámara lenta.
Yo ya estaba mareada con tanto lujo cuando el guardia nos saludó por su nombre, y Javier sólo asintió como si eso fuera normal.
El auto se detuvo frente a una casa blanca enorme.
No grande.
Enorme.
De esas que tienen más ventanas que decisiones malas en mi vida.
—¿Qué te parece? —me dijo con la sonrisa de quien está a punto de soltar una bomba.
Yo parpadeé, todavía intentando procesar.
—Me parece que… ¿vamos a vivir con diez personas más?
—Tiene diez habitaciones —dijo él, muy tranquilo, como si me estuviera contando que el cielo es azul.
Diez.
Habitaciones.
—¿Y para qué tanto espacio? —pregunté, intentando que no se notara que mi alma se acababa de desmayar.
Javier me miró con ese brillo travieso en los ojos.
—Para nuestros hijos.
Silencio.
Del largo.
Incómodo.
De ese que se podría cortar con una cuchara sopera.
Yo lo miré, esperando que dijera “es broma”.
No lo dijo.
—¿Nuestros hijos? —repetí.
—Sí. —Y sonrió—. Quiero mínimo cuatro. Ideal seis.
Me quedé quieta, como esos personajes de caricatura que se les cae la mandíbula hasta el suelo.
—¿Seis? —dije, con la voz un poco más aguda de lo normal.
—Bueno, si tú prefieres cinco, podemos negociar.
Negociar. Como si estuviéramos hablando de una tanda de empanadas.
—¿Y tú piensas parirlos? —le pregunté, cruzándome de brazos.
Javier soltó una carcajada.
—No, pero puedo acompañarte a los antojos.
—Ah, maravilloso. Entonces yo cargo la humanidad y tú comes chocolate.
—Podemos compartir el chocolate —respondió muy serio.
Yo intenté mantener la compostura, pero se me escapó una risa.
—¿Y si te digo que con uno me doy por feliz?
—Entonces —me dijo, acercándose—, haremos que ese uno valga por seis.
No sé si fue la forma en que lo dijo o cómo me miró, pero el corazón me dio un salto. Porque Javier tenía esa manera de hacer que las cosas más imposibles sonaran razonables. Como si su fe en la vida fuera tan grande que arrastraba la mía con ella.
Recorrimos la casa.
Tenía un jardín que parecía sacado de un comercial de champú, una piscina azul brillante, y un estudio con ventanales enormes donde ya me imaginaba trabajando en mis campañas publicitarias.
—Aquí podrías tener tu oficina —dijo él, adivinándome el pensamiento.
Y ahí fue cuando me di cuenta de algo.
No era sólo la casa.
Era la manera en que Javier pensaba nosotros.
Cada rincón tenía su lugar para mí.
Mientras subíamos la escalera, él me tomó de la mano.
—Mira, este podría ser el cuarto del bebé.
—¿Cuál de los seis? —pregunté con ironía.
—El primero —respondió sin perder la sonrisa.
—Ah, claro. El pionero.
—El abanderado —agregó, riéndose.
Y ahí, por un segundo, lo imaginé.
No al bebé, sino a él.
Javier, con un niño en brazos, riendo.
Y juro que sentí una punzada en el pecho, una mezcla entre vértigo y ternura.
Después de recorrer la casa entera, nos sentamos en el jardín, con vista a la piscina. El sol empezaba a caer, tiñendo el agua de naranja.
Javier se recostó hacia atrás, apoyando las manos en el pasto.
—No quiero que pienses que te estoy presionando —dijo.
—Oh, no. Solo lanzaste un ejército de bebés al futuro.
Él se rió.
—Es que te imagino ahí, con ellos. Te veo feliz.
—¿Despeinada, ojerosa y buscando chupetes en los cajones?
—Hermosa —respondió sin dudar.