Corazón de Veleta

44.-Cafetero

Faltaba un mes para la boda.

Un mes. Treinta días. Setecientas veinte horas.

Y yo, en lugar de estar haciendo cosas normales como practicar mi firma de casada o decidir si el mantel del banquete debía ser marfil o crema (que son, aparentemente, dos cosas distintas), estaba rodeada de cajas, cinta adhesiva y una sensación permanente de “¿quién me mandó a aceptar esto?”.

La mudanza había empezado oficialmente esa mañana. Javier estaba afuera, hablando con los de la empresa de transporte, mientras yo me dedicaba a la noble tarea de empacar su ropa. No por iniciativa propia, aclaro, sino porque él dijo que “era mejor no dejarme en la cocina”. Traducción: “si lo hacía yo, guardo los calcetines con los platos”.

El nuevo hogar era enorme. Diez habitaciones, jardín, piscina, y una cocina que parecía sacada de una revista. Yo todavía no me acostumbraba a la idea de tener más de un baño. Sentía que en cualquier momento una de las habitaciones vacías iba a empezar a cobrar renta.

Abrí el clóset de Javier, que parecía el de un hombre normal: camisas ordenadas por color (porque él es así de maniático), un par de zapatos lustrosos, cajas de cosas que prometí no abrir y… una carpeta negra en el fondo, de esas gruesas, con broche metálico.

Tenía mi nombre.

“Amara Catalina Díaz Díaz.”

Así, completo. En letras firmes, elegantes, casi burocráticas.

Lo primero que pensé fue:

“Seguro es una sorpresa de boda, un álbum con fotos nuestras o algo cursi”.

Spoiler: no lo era.

La curiosidad, como siempre, fue más fuerte que la prudencia. Me senté en el piso, crucé las piernas y abrí la carpeta.

Y lo primero que vi me dejó sin aire.

Era una hoja con mis datos personales.

Nombre completo.

Número de cédula.

Dirección.

Teléfono.

Correo electrónico.

Pasaporte.

Instagram.

TikTok.

Hasta mi correo laboral estaba ahí.

Debajo, había más páginas: lugares recurrentes, cafés que visitaba, nombres de mis compañeros de trabajo, mis clientes, mis comidas favoritas (¿cómo sabía lo de las empanadas de queso con miel?).

Cada hoja era un espejo detallado de mi vida.

Demasiado detallado.

Pasé las páginas con las manos temblorosas.

Era un informe profesional. De esos que uno ve en las películas cuando alguien investiga a un político o a un criminal.

Solo que la protagonista era yo.

Entre los documentos, encontré hojas escritas a mano. Reconocí la letra de Javier: inclinada, prolija, con esa caligrafía que da rabia de tan perfecta.

Y ahí estaba.

Una lista.

—“Trabajar en la cafetería para hablarle.”

—”Le gusta el latte con dos y media de azúcar y una pizca de canela”

—”El muffin de arándanos es su favorito”

—“Nuevo novio: Patricio.”

—“Sonríe cuando se pone nerviosa.”

—“No tiene familia. Vive sola.”

Sentí un vacío en el estómago.

Cada frase era como una piedra cayendo al fondo de un pozo.

Por un momento quise reír.

O sea, ¿quién escribe ‘trabajar en la cafetería para hablarle’ como si fuera una estrategia de espionaje romántico?

Pero no me salió la risa.

Me quedé mirando esas notas, tratando de entender en qué punto de la historia de amor que yo conocía se había colado esto.

Porque para mí, Javier había aparecido un día cualquiera en la cafetería donde yo terminaba con Patricio. Había pedido un café, no había podido comer mi muffin y me había ayudado a alejar al lunático. Y yo, como una tonta con síndrome de comedia romántica, había pensado: “el destino”.

Pero no.

No fue destino.

Fue… planificación.

Me levanté despacio. Todo me daba vueltas.

El piso, las cajas, la ropa, el aire.

Cerré la carpeta y la sostuve contra el pecho, sin saber qué hacer.

Podía fingir que no la había visto.

Podía dejarla en su sitio y seguir con la ilusión de que mi vida era una historia dulce y sin grietas.

Pero la curiosidad, esa maldita, seguía susurrando: “fíjate bien, seguro hay más”.

Y había más.

Una última página, con una lista de fechas y lugares.

Coincidían con nuestras primeras citas.

La primera vez que fuimos al cine.

El día que me llevó flores.

El día que me presentó a sus padres.

El día que me pidió matrimonio.

Todo anotado.

Todo registrado.

Cerré la carpeta con un golpe y me senté en la cama.

El silencio pesaba. Afuera se oían las voces de los hombres cargando muebles y el tono tranquilo de Javier supervisando todo.

Ese mismo Javier que me decía “mi amor” con la voz más cálida del planeta.

Una parte de mí quería salir corriendo y gritarle.

Otra parte… quería creer que había una explicación.

Quizás —me dije— lo hizo por amor.

Quizás es uno de esos hombres controladores, sí, pero por trauma, no por maldad.

Quizás tiene miedo de perderme.

Quizás soy su “gran amor” y esto es, no sé, su versión psicópata del romanticismo.

Y mientras más pensaba en eso, más ridículo sonaba.

Guardé la carpeta dentro de una caja, sin saber por qué.

Como si esconderla pudiera borrar lo que había leído.

Cuando Javier entró a la habitación, yo ya estaba fingiendo que organizaba su ropa. Él me sonrió, se acercó por detrás y me abrazó.

—Todo va saliendo perfecto, ¿no? —susurró en mi oído.

Y yo, con una sonrisa congelada, respondí:

—Sí… perfecto.

Sentí su brazo alrededor de mi cintura, el mismo brazo que había anotado “nuevo novio Patricio” en un papel, y de pronto me dieron ganas de llorar.

Pero no lo hice.

No todavía.

Le devolví el abrazo, suave, mecánico.

Él siguió hablando de la mudanza, de la boda, del jardín donde plantaríamos limoneros.

Y yo solo podía pensar en las palabras escritas en esa carpeta.

En cómo el amor podía tener letra cursiva y márgenes prolijos.



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En el texto hay: romance y humor, chiklit, muchos novios

Editado: 27.10.2025

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