Hay cosas que una no nota hasta que el café te devuelve la mirada.
Y no, no estoy loca. O al menos no más de lo que puede estar una mujer que lleva mas de medio año viviendo con un hombre que cree que las cucharas tienen sentimientos.
El día empezó normal: una llamada histérica a diana contándole sobre la carpeta de Javier; ella diciéndome que lo deje inmediatamente, y yo, parada frente a la cafetera, esperando mi dosis diaria de personalidad líquida.
Vertí el café en mi taza favorita —esa blanca con una grieta diminuta en el borde, que juro que me guiña el ojo cada mañana— y me senté en la mesa. Primera señal de que algo no andaba bien: bebí el café entero. Caliente. Sin distraerme. Sin dejarlo enfriar mientras revisaba Instagram o me lamentaba por la humanidad. Lo bebí como una adulta funcional.
Y entonces, sin pensarlo, lavé la taza.
La lavé. La enjuagué. La sequé. La guardé.
Cuatro acciones seguidas.
Yo.
Amara.
La misma que tenía fama de acumular tazas sucias en la mesita de noche, como si estuviera criando una familia de cerámica.
Me quedé con el paño en la mano, mirando mi reflejo en la superficie metálica de la tostadora. “¿Quién eres y qué hiciste conmigo?”, murmuré.
La tostadora, fría como siempre, no respondió.
Sospechoso.
Dejé el paño sobre el mesón y empecé a mirar alrededor de la cocina. Todo estaba… impecable. Las superficies brillaban, los frascos de especias alineados por orden alfabético, las servilletas dobladas en triángulos perfectos.
Ni una migaja de pan. Ni un alma. Ni una partícula de polvo rebelde.
Mi cocina parecía el set de una película sobre amas de casa con problemas existenciales.
Fue entonces cuando el silencio empezó a pesar. Un silencio organizado, planchado, con aroma a lavanda artificial.
Abrí la nevera buscando consuelo. Me miraron cinco yogures del mismo sabor: durazno. “¿Dónde están los de frutos rojos?”, pregunté en voz alta, como si el refrigerador tuviera respuestas. Recordé que me encantaban los de frutos rojos. Y recordé también que Javier una vez comentó que el color era “demasiado agresivo para las mañanas”. Desde entonces, aparentemente, dejé de comprarlos.
Volví a cerrar la puerta. Y algo se me revolvió adentro.
Decidí hacer una inspección. Una auditoría doméstica. Un inventario de mi propia existencia.
Fui al dormitorio.
La cama estaba perfectamente tendida, con las esquinas dobladas como en un hotel. Mi pijama —uno gris, discreto, sin dibujos ni frases ridículas— doblado sobre la silla.
Recordé que yo solía dormir con camisetas viejas, esas que decían cosas como “Mood: sobrevivir al lunes” o “Sarcasmo nivel dios”. Pero no. Ahora era todo gris, beige o blanco. La paleta cromática de un alma que ha firmado la paz con la rutina.
Abrí el armario.
Y ahí fue cuando sentí el escalofrío.
No sé si fue el orden o la simetría. Pero había algo profundamente perturbador en ver mi ropa organizada por colores. Camisas blancas a la izquierda, luego los tonos crema, después los pasteles, los azules, los grises. Nada fuera de lugar. Ni una arruga. Ni un rojo.
Busqué. Revise cajón por cajón, percha por percha. No había ni una prenda roja. Ni una. Y yo recordaba perfectamente que tenía, al menos, dos pantalones, tres blusas y dos vestidos de ese color.
Mi color.
El color de las decisiones impulsivas.
El color del vino que manchó la alfombra en mi primer departamento.
El color que Javier siempre decía que “me hacía ver ansiosa”.
Me arrodillé frente al armario, con el corazón latiéndome raro, y empecé a reírme bajito.
“¿Qué sigue? ¿Una Amara versión 2.0 sin sarcasmo ni cafeína?”, dije. Pero la risa me salió hueca, nerviosa, como si no tuviera oxígeno.
Cerré el armario y me dejé caer sobre la cama.
Tenía que pensar.
¿Qué otras cosas había cambiado?
Bueno, para empezar, ya no salía con Diana los viernes.
Javier decía que los bares eran “ruidosos y poco saludables”. Y yo, como una idiota enamorada, empecé a decir que prefería “nuestras noches tranquilas”. Tranquilas. Ja. Tradúzcase: sopa sin sal, película vieja y discusión filosófica sobre la temperatura ideal del agua para lavar los platos.
Tampoco dormía hasta tarde los sábados. Hacíamos ejercicio. A las seis de la mañana. Porque “la disciplina es libertad”.
¿Libertad? A esa hora mi cuerpo aún negocia con la vida.
Los domingos, visitas con sus padres. “Familia unida”, decía él. Y yo sonreía como una actriz en un comercial de detergente, fingiendo que no me incomodaba que su madre me llamara “mi niña obediente”.
Obediente.
Yo.
Si mi yo del pasado me viera, se daría un cachetazo preventivo.
Me quedé mirando el techo un rato, hasta que decidí hacer algo completamente irracional: organizar mentalmente mi rutina. Quería ver si en algún punto quedaba espacio para… bueno, yo.
06:00 — Levantarse para ir al gimnasio (traducción: tortura matutina).
06:45 — Ducha.
07:00 — Desayuno (siempre igual: avena, yogur, frutas, sin café extra).
07:45 — Salida al trabajo.
08:30 — Inicio de jornada.
12:30 — Almuerzo con Javier (siempre el mismo restaurante, la misma mesa, la misma sonrisa del mesero resignado).
14:00 — Regreso al trabajo.
18:00 — Salida.
18:30 — Café con Javier (pero sin azúcar, claro, porque “el azúcar altera el ánimo”).
19:25 — Ducha.
19:45 — Hacer la cena juntos.
20:30 — Cenar.
21:00 — Actividades recreativas (ajedrez, cartas, películas antiguas donde nadie grita ni suda).
¿Y dónde quedaba Amara?
La que reía fuerte, la que bailaba mientras cocinaba, la que podía dormir en el suelo de la sala después de una fiesta con Diana y despertarse feliz. ¿Dónde estaba esa mujer?
Me levanté de la cama y caminé por la casa, descalza. El piso frío me ayudó a pensar. Todo estaba tan limpio, tan ordenado, tan… controlado. La decoración minimalista, la ausencia de desorden, incluso el olor a cera y a control emocional.