Nunca imaginé que empacar una vida fuera tan parecido a empacar una fuga. Porque eso era: una fuga elegante. Con cajas de cartón que decían “libros”, pero contenían medias, y maletas que olían a detergente nuevo y esperanza mal planchada.
El correo con la oferta de trabajo había llegado un miércoles, de esos días en los que una cree que el universo solo sirve para enviarle publicidad de seguros o mensajes del banco. Pero ahí estaba: “Jefa de proyectos. Empresa de desarrollo sostenible”. Sonaba casi poético. Y, lo más importante, quedaba lejos. Muy lejos de Javier.
Diana me llamó esa misma noche, con el tono de quien está a punto de contarme que ganó la lotería o que el café del pasillo finalmente contrató a un barista guapo.
—Amara, escúchame —dijo—. Dicen que necesitan también un asistente de proyectos.
—¿Y?
—¿Y? ¡Que voy contigo, idiota!
—¿A dónde?
—A empezar de cero, obvio.
Así, sin más, la decisión estaba tomada. Yo no tuve ni que pensarlo. Había algo en la idea de empezar en otro lugar que sonaba a terapia sin psicólogo.
…
El día de la mudanza fue una coreografía tragicómica. Diana llegó con una caja llena de velas aromáticas, tres pares de botas y un cuadro de un gato con gafas de sol.
—Esto es todo lo que necesito —anunció.
—Te creo, pero ¿segura que no deberíamos llevar platos o algo así?
—Platos hay en todas partes. Personalidad, no.
La amé un poquito más en ese momento.
Yo, en cambio, había empacado como quien prepara una expedición a Marte. Documentos, pasaporte, certificados, tarjetas SIM de repuesto, un disco externo con copias de seguridad y una libreta donde apunté nuevas contraseñas.
No quería dejar rastros. Si Javier decidía buscarme —y sabía que podría hacerlo—, quería que al menos le costara un poco.
El primer viaje hacia la nueva ciudad fue un collage de emociones: entusiasmo, miedo y esa ansiedad que da cuando el GPS dice “reecalculando ruta” y parece estar hablándote a ti.
Nos detuvimos en una gasolinera al amanecer, con el cielo teñido de un rosa improbable. Diana compró dos cafés y una caja de donuts.
—A esto se le llama independencia —declaró, con la boca llena.
—No, independencia es pagar la gasolina tú.
—Ay, no seas amarga, estamos escapando del villano. ¡Esto es casi una película!
Tenía razón. Éramos dos heroínas de comedia romántica, huyendo del trauma con música pop y maletas medio vacías.
…
La ciudad costera nos recibió con su caos encantador. Las casas de colores, los cerros empinados y ese olor a mar que no se va nunca.
Encontramos un departamento pequeño, con balcón y una vista que parecía pintada por alguien que amaba los domingos.
El primer día, mientras armábamos los muebles, Diana dijo:
—¿Te das cuenta de que esto es un nuevo comienzo, no?
Yo asentí, aunque dentro de mí no estaba tan segura. Había pasado un par de meses desde todo el asunto con Javier, pero a veces seguía soñando con él. Con su voz calma, sus frases perfectas, su manera de mirar como si todo fuera un experimento.
El miedo era un huésped discreto, pero constante.
El trabajo comenzó antes de que termináramos de colgar las cortinas. La empresa era pequeña, de esas donde todos hacen de todo. A mí me encantaba: menos política, menos jerarquías, más acción.
Los primeros días me sentí como una impostora. No porque no supiera lo que hacía, sino porque todavía me costaba creer que alguien me tratara con respeto sin tener una agenda oculta.
El jefe, un hombre de barba desordenada y sonrisa fácil, me dijo el primer día:
—Aquí no buscamos jefes que manden, sino que organicen el caos.
—Perfecto —le respondí—, el caos es mi segundo idioma.
Diana se adaptó aún más rápido. En una semana ya tenía grupo de WhatsApp con los compañeros, conocía el bar más barato y había coqueteado con medio edificio.
—Estoy en mi hábitat natural —me decía.
—¿El hábitat es “hacer amigos en cinco minutos”?
—Exacto. Tú deberías intentarlo también.
Yo no tenía tanta energía social. A veces me costaba hasta salir al balcón. Cada ruido me sobresaltaba. No lo decía, pero aún tenía miedo de que Javier apareciera.
…
Una tarde, mientras revisaba presupuestos, me encontré mirando una hoja vacía durante diez minutos. No podía concentrarme.
Algo dentro de mí seguía esperando que sonara el teléfono, o que el pasado tocara la puerta con una sonrisa y una excusa.
No llegó.
Y fue raro sentir alivio y decepción al mismo tiempo.
Diana notó mi silencio y se acercó con una copa de vino.
—Tienes esa cara de “pienso demasiado”.
—No pienso demasiado, solo… me acuerdo.
—Entonces vamos a brindar por no volver a acordarnos.
Y lo hicimos.
…
Pasaron los meses.
Aprendí a amar los lunes. Aprendí a no saltar cada vez que alguien decía “control” o “revisión” —palabras que antes me hacían pensar en Javier y su obsesión por mis movimientos. Comencé a dormir mejor. A reír sin medir el tono. A usar perfume sin pensar si “le gustaría o no”.
Compré ropa nueva. Ropa sin intención. Sin el rojo provocador ni los cortes diseñados para manipular miradas. Solo ropa cómoda, mía.
El espejo dejó de ser un campo de batalla.
…
Una noche de verano, Diana y yo salimos a cenar a un restaurante frente al mar. Ella hablaba sin parar de un chico nuevo de la oficina, y yo la escuchaba entre risas.
—¿Y tú, Amara? —preguntó de repente—. ¿No te gusta nadie?
—Me gusta el silencio —dije.
—No seas así, tienes derecho a sentir otra vez.
—Sí, pero no tengo ganas todavía. Quiero sentirme en paz, y eso ya me parece suficiente.
Diana suspiró, teatral.
—Eres la protagonista de una novela lenta.
—Perfecto, mientras no sea un thriller psicológico, me vale.
Nos reímos.
El año siguiente pasó como una marea.