Diana me miró una mañana como si acabara de descubrir una especie nueva en peligro de extinción.
—Amara —dijo, con el tono grave de una madre antes de anunciar que va a tirar tus peluches viejos—, tenemos que hablar.
—Eso suena a intervención.
—Lo es.
Suspiré. Últimamente, Diana tenía demasiadas ideas que empezaban con “tenemos que hablar” y terminaban con resacas.
—¿Qué hice ahora? —pregunté.
—Nada. Y ese es el problema.
—¿Cómo que nada?
—Sí, nada. Ni citas, ni besos, ni miradas. Estás criando telarañas entre las piernas, cariño.
Casi escupí el café.
—Diana, por favor. Es temprano para poesía anatómica.
—No es poesía, es una advertencia médica.
Ella cruzó los brazos y me señaló con una cucharita como si fuera un bisturí.
—Hace más de un año que no tocas a nadie. Ni siquiera a ti misma, sospecho.
—¡Eso no te incumbe! —le respondí, sonrojada.
—Me incumbe como tu amiga. Y como persona que se rehúsa a verte convertida en un mueble funcional.
A veces pienso que Diana nació para arruinar mi compostura con estilo.
—No necesito a nadie —le dije, intentando sonar convincente.
—Claro, claro, y las plantas se riegan solas. —Se inclinó hacia mí—. Amara, no hablo de amor, hablo de sexo. De algo simple.
—¿Simple? Para ti quizá.
—Ay, por favor. Si hasta los cactus florecen una vez al año.
Me reí, aunque intenté ocultarlo.
—Eres ridícula.
—Y tú estás oxidada.
Ahí supe que no habría escapatoria.
…
El plan se formuló en cuestión de minutos, como todas las catástrofes bien organizadas.
—Esta noche salimos —declaró Diana.
—No.
—Sí.
—Tengo trabajo pendiente.
—Y yo tengo una misión divina: sacarte el óxido.
Diana tenía esa mirada de cuando algo le parecía una causa justa, lo que generalmente terminaba en alcohol, karaoke o ambas cosas.
Esa noche me encontré frente al espejo, decidiendo entre parecer “casualmente interesante” o “discretamente disponible”.
Diana irrumpió en mi habitación vestida de rojo, obviamente.
—¿Otra vez negro? —me preguntó, mirándome de arriba abajo.
—Es elegante.
—Es funeral. Vamos, ponte algo con vida.
—La vida me queda apretada.
—Pues que te apriete un poco, mujer.
Al final me convenció de ponerme una blusa verde oliva y unos jeans ajustados. Me miré al espejo y pensé que al menos parecía alguien que podría volver a sentirse viva.
…
La discoteque estaba llena de luces que parpadeaban como si intentaran darme un ataque de ansiedad. La música era demasiado alta, la gente demasiado joven, y las bebidas demasiado caras.
—No me gusta —le dije a Diana al oído.
—A mí tampoco, pero esto es trabajo de campo.
Bailamos un rato. O mejor dicho, Diana bailó, y yo fingí que el balanceo incómodo de mis caderas era un paso de baile contemporáneo.
A los veinte minutos ya tenía la cabeza punzando y las ganas de tirarme por la ventana.
—¿Podemos irnos? —le grité.
Diana asintió, con el cabello despeinado y la sonrisa de quien ya tenía tres mojitos encima.
Terminamos en un bar pequeño, con música suave y un olor a madera vieja que me reconcilió con la humanidad.
—Esto sí —dije, dejando mi bolso sobre la barra.
—Esto no es conquista, es retiro espiritual.
—Lo que tú digas, monja del deseo.
Pedimos un par de tragos. El bartender tenía una sonrisa educada y una paciencia admirable con nosotras. Yo ya me sentía mejor. Cansada, pero más ligera.
Fue entonces cuando aparecieron ellos.
Dos hombres.
Nada sospechoso, nada especialmente seductor, pero con esa seguridad despreocupada que tienen los que se sienten bien con un vaso en la mano.
—¿Podemos invitarles algo? —preguntó el más alto, con sonrisa de comercial de cerveza.
—Depende —respondió Diana—, ¿tienen intenciones puras o alcohólicas?
—Alcohólicas, principalmente.
Nos reímos. La tensión desapareció.
El de Diana se llamaba Simón, y en menos de media hora ya hablaban de signos zodiacales, exes problemáticos y el misterio del amor eterno (spoiler: no lo encontraron).
Diana estaba fascinada.
—Es amor a primera vista —me susurró, casi balbuceando, con la lengua ligeramente lenta por el gin tonic.
—Es gin a primera vista —le respondí.
—No seas cínica, Amara, se nota que hay química.
—Sí, química básica: etanol.
Mientras tanto, el otro chico, el que se había quedado a mi lado, me observaba en silencio. No con esa mirada invasiva de Javier, sino con curiosidad genuina.
—¿Y tú? —preguntó finalmente—. ¿También vienes a curar el corazón o a celebrar algo?
—A desempolvar la libido, aparentemente —contesté, con un gesto hacia Diana.
Él se rió. Tenía una risa suave, honesta.
—Soy Fernando.
—Amara.
—¿Y a qué te dedicas, Amara?
—A sobrevivir los lunes.
—Entonces somos colegas. Soy pintor, lo mío también es sobrevivir.
Un pintor.
Nunca había tenido uno en mi colección de desastres sentimentales. Ingenieros, contadores, un músico… pero nunca un pintor. Me pareció casi exótico.
—¿Pintas cuadros tristes o de esos que parecen una mancha cara?
—Depende del día —respondió, con un guiño.
—Yo prefiero las manchas baratas, tienen más honestidad.
—Entonces te invito a ver una, tengo varias.
Diana desapareció con Simón al cabo de media hora, después de gritarme un “¡No esperes despierta!” que hizo reír hasta al bartender.
Fernando y yo seguimos hablando.
Era fácil. No hubo juegos, ni frases medidas, ni ese análisis constante que yo solía hacer antes de decir algo. Solo conversación fluida.
Hablamos de viajes, de películas malas, de cómo el arte a veces salva y a veces destruye.
El tiempo se diluyó entre risas y tragos.
Hasta que el reloj marcó las tres de la mañana y mi cuerpo ya no sabía si tenía sueño o si solo quería prolongar el encanto.