La llamada de Fernando llegó mientras yo revisaba mi correo en el departamento. Miré el teléfono y vi su nombre en la pantalla.
Una mezcla de curiosidad y nerviosismo me recorrió, algo que no había sentido en mucho tiempo: ¿ya estaba planeando otra locura, o simplemente quería prolongar la confusión que había quedado entre nosotros desde el viernes por la noche?
Mi dedo tembló un instante antes de deslizarlo sobre el botón de contestar. Suspiré, intentando calmarme, aunque sabía que no funcionaría del todo.
—Hola… —mi voz sonó más calmada de lo que realmente me sentía—.
—Hola, Amara —dijo él, y de inmediato su tono melodioso hizo que se me escapara una sonrisa—. Estaba pensando… ¿qué tal si nos vemos esta tarde?
Me detuve, recordando cómo había terminado nuestra noche anterior. Era viernes, y terminó con nosotros entre sábanas, risas y un poco de descontrol.
Nada demasiado serio, pero lo suficiente para que quedara una chispa encendida. Mi corazón latió con fuerza, una mezcla de anticipación y miedo que no lograba controlar.
—¿Hoy mismo? —pregunté, tratando de sonar despreocupada, aunque mi voz traicionaba la emoción.
—Sí —dijo con firmeza—. Si no te veo hoy, voy a pasar el fin de semana pensando en ti, y créeme, eso no es bueno para mí ni para nadie que tenga que soportar mi obsesión.
No pude evitar reírme por lo bajo, un sonido que inmediatamente me hizo sentir más ligera. Ese tipo de seguridad, esa mezcla de descaro y sinceridad, siempre me desarmaba.
—Está bien, acepto —dije finalmente, con la mezcla de emoción y nerviosismo que siempre me hacía parecer más torpe de lo que era.
—Perfecto —respondió, riéndose de una manera que me hizo derretir un poco—. Te veo a las cinco en la cafetería frente a la estatua.
Colgué y me quedé mirándo al espejo, intentando recomponerme.
Me arreglé con cuidado, pero sin exagerar; no quería parecer desesperada, aunque admito que un poquito sí lo estaba.
Me puse un vestido ligero que se movía con el viento, aunque aún dudaba si el color rojo era demasiado evidente para la ocasión. Al final opté por los zapatos planos: quería sentirme cómoda, pero sabía que la postura de mi cuerpo diría más de mí que cualquier palabra.
Mientras caminaba hacia la puerta, mi mente no dejaba de repasar la última noche: su risa, la forma en que me miraba, cómo mis dedos se habían entrelazado con los suyos sin planearlo. Había algo en él que parecía captar una parte de mí que nadie más entendía, y eso era aterrador y emocionante a la vez.
…
Llegué a la cafetería cinco minutos antes de la hora.
—Llegaste temprano —dijo cuando me vio, acomodando su abrigo y sonriendo con esa seguridad que me hacía sentir vulnerable, como si me estuviera evaluando y aprobando al mismo tiempo.
—Alguien tenía que hacerlo —respondí, intentando sonar casual mientras mis palmas sudaban.
Pedí mi latte con “dos y media de azúcar y mucha espuma” y un muffin de arándanos, mi pequeño ritual de placer y control.
Lo bueno era que Fernando también tenía la costumbre de pedir exactamente lo mismo, aunque yo sospechaba que lo hacía para que creyera que compartíamos algo más profundo que un gusto por la cafeína y los postres, lo que me hizo pensar que Fernando era predecible, pero de manera adorable.
Me sorprendía cómo podía leer mis gestos sin que yo dijera nada. Cada pequeño movimiento, cada cambio de expresión, parecía registrado en su memoria.
—¿Sabes? —dije, mordiendo un trozo de muffin—. Esto me hace sentir que tenemos una conexión espiritual. Dos personas, un muffin de arándanos y un latte con espuma.
—Definitivamente —dijo, riéndose—. Nuestra conexión debería ser registrada como patrimonio mundial.
Rodé los ojos, pero no pude evitar reírme.
Tenía esa habilidad de hacerme sentir ligera y divertida, como si el mundo entero se redujera a esta mesa de café y a su sonrisa.
Me fijé en cómo su cabello caía suavemente sobre su frente, en la forma en que sus ojos brillaban cuando hablaba, y de repente me di cuenta de que había pasado mucho tiempo desde que me había sentido tan cómoda, tan… natural.
—¿No te parece raro? —pregunté, bajando un poco la voz—. Lo fácil que es hablar contigo, incluso después de lo que pasó el viernes.
—No —dijo sin dudar—. Para mí, es lo natural. Y créeme, después de tantas complicaciones, es raro encontrar algo así.
Me encogí de hombros, un poco sorprendida por su sinceridad. Era refrescante, casi adictivo, sentir que alguien no estaba jugando conmigo.
…
Después del café, decidimos caminar por la costanera. El viento golpeaba mi rostro y despeinaba mi cabello; respiré profundamente, disfrutando del momento.
Fernando caminaba a mi lado, y aunque había algo cautivador en su manera de andar, me mantenía alerta. Cada tanto, se inclinaba hacia mí para hablar, y yo sentía un calor recorrerme desde el pecho hasta los dedos de los pies.
Al principio hablamos de lo cotidiano: locales nuevos, exposiciones de arte, las nuevas rutas de la costanera.
Me contaba sobre sus planes para el próximo mes, sobre cómo planeaba retomar un proyecto artístico que había dejado pendiente.
Yo le hablé de mis clientes más exigentes, de campañas que me emocionaban y de cómo a veces me sentía atrapada en un ciclo de expectativas que no siempre podía controlar.
Luego, de manera casi imperceptible, la conversación se volvió más profunda.
—¿Alguna vez sientes que encajas en la vida de alguien de manera… natural? —preguntó de repente, con una seriedad que me detuvo en seco.
Me giré ligeramente hacia él, confundida por la intensidad de su tono.
—Naturalmente… ¿qué quieres decir? —pregunté, con una mezcla de curiosidad y cautela.
—No lo sé —dijo, encogiéndose de hombros—. Solo sé que contigo, todo parece tener sentido. Siento que encajo contigo, que esto… nosotros… podríamos funcionar sin que todo se rompa a cada rato.