Corazón de Veleta

51.-Pintor

Había pasado poco más de tres meses desde aquella primera tarde en la cafetería, la de los muffins de arándanos, los cafés con espuma y el beso frente al mar.

A veces pienso que todo lo que vino después fue una especie de extensión de ese instante: el sabor del café, la forma en que él reía cuando yo decía algo sarcástico, su manera de mirarme como si hubiera descubierto un secreto que ni yo conocía.

Fernando y yo no éramos novios. Ni amantes en el sentido dramático y literario de la palabra. Éramos algo más práctico, más contemporáneo, más... humano.

Una relación abierta, libre, sin promesas ni cadenas, construida con la misma ligereza con la que uno se pone los audífonos para salir a caminar sin rumbo.

Y eso me hacía bien.

Después de Javier —el hombre que confundía amor con posesión y cariño con control remoto emocional—, lo último que quería era sentirme observada.

Fernando, en cambio, tenía esa manera tranquila de estar sin invadir, de tocar sin marcar territorio, de preguntar sin exigir respuestas.

Era justo lo que necesitaba: un respiro con forma de hombre.

Había días en que nos veíamos solo para desayunar, otros en que nos encontrábamos a medianoche en su departamento, con la luz baja, la música suave y un vino barato que saboreábamos como si fuera el más caro del mundo.

Recuerdo una noche en particular.

Yo llevaba una camisa suya, demasiado grande para mí, y estaba sentada en el suelo, rodeada de pinceles y lienzos. Él pintaba, y yo fingía leer un libro, aunque en realidad lo observaba a él.

Cada trazo era un movimiento suave, casi sensual. La manera en que inclinaba el cuello, la concentración en su mirada, el leve fruncimiento de su ceja cuando algo no salía como quería.

A veces murmuraba palabras que no entendía —quizá un diálogo entre él y la pintura—, y otras, simplemente se quedaba quieto, contemplando lo que había creado como si esperara que le hablara de vuelta.

—¿Sabes qué me gusta de ti? —le dije, rompiendo el silencio.

—Mi humildad —respondió sin mirarme, con esa sonrisa que sabía exactamente cuándo aparecer.

—No —reí—. Que no me presionas para ser otra persona.

Él bajó el pincel, se giró y me miró con esa mezcla de ternura y descaro que me hacía olvidar que el mundo existía.

—Eso no tiene sentido —dijo—. Si fueras otra persona, ya no serías tú, y eso sería una pérdida demasiado grande para el planeta.

—Ajá. —Hice una pausa teatral—. Lo tuyo es manipulación afectiva nivel experto.

—Soy artista —respondió encogiéndose de hombros—. Manipular emociones es mi trabajo.

Y reímos. Reímos mucho.

Era lo que más me gustaba de estar con él: que incluso en la intimidad más seria, había espacio para la risa, para la torpeza, para el humor improvisado que convertía lo cotidiano en algo luminoso.

Otro día, un domingo cualquiera, cocinamos juntos.

Bueno, él cocinó. Yo intenté ayudar y casi incendio su sartén favorita.

—¡Amara! —gritó cuando vio la llama subir como si quisiera devorar la cocina.

—Tranquilo —respondí con el cucharón en la mano—. Todo está bajo control.

—¿Qué parte de “no agregues el vino mientras está el fuego tan alto” no entendiste?

—La parte en la que el vino debía estar dentro del sartén y no en mi copa.

Me miró con una mezcla de horror y ternura.

—Eres imposible.

—Y tú dramático —respondí, levantando la copa—. Salud por la supervivencia culinaria.

Al final, la pasta quedó incomible, así que terminamos comiendo helado directo del envase, sentados en el suelo, con la espalda apoyada en los muebles. Y de alguna manera, fue una de las cenas más felices de mi vida.

No éramos el tipo de pareja que se decía “te amo”.

Tampoco nos reclamábamos mensajes no respondidos ni cuestionábamos con quién dormía el otro cuando no estábamos juntos. Había un acuerdo implícito: esto es lo que es, y mientras dure, lo disfrutamos.

Y funcionaba.

Extrañamente bien.

No porque no hubiera emociones, sino porque las había sin drama.

Era la primera vez que sentía que podía ser yo sin disfrazar mis inseguridades.

Fernando no necesitaba que fuera perfecta; le bastaba con que fuera real.

Recuerdo una tarde en la que llovía y estábamos en mi cama, viendo una película que ninguno realmente estaba mirando. Él tenía la cabeza en mi pecho, yo jugaba con su cabello, y en medio del sonido de la lluvia dijo:

—¿Alguna vez te imaginas a largo plazo con alguien?

Lo miré, sorprendida por la pregunta.

—Depende del día —contesté—. A veces pienso que sí, y otras, que el largo plazo debería tener una cláusula de escape cada seis meses.

Él se rió, sin moverse.

—Una renovación emocional. Me gusta eso.

—Exacto. Como un contrato de arriendo, pero con sentimientos.

—Eres peligrosa —dijo—. Haces que las cosas complicadas suenen razonables.

—Y tú —respondí, besándole la frente— haces que lo razonable parezca emocionante.

Pasaron las semanas.

Nos convertimos en una rutina extraña, pero cómoda.

Nos mandábamos mensajes absurdos durante el día, fotos de lo que comíamos, chistes internos que nadie más entendería. Y cuando nos veíamos, el mundo se encogía hasta caber entre nuestras risas.

A veces dormía en su departamento, otras veces él en el mío. Otras simplemente nos encontrábamos a mitad de camino, en cualquier cafetería, a cualquier hora.

Nunca planeábamos demasiado; simplemente fluíamos.

Sin embargo, las cosas cambiaron una tarde cualquiera.

Estábamos en su taller, y él tenía una expresión distinta. No triste, no feliz, solo… expectante.

Había algo en el aire, como si las paredes también supieran que una conversación importante estaba a punto de suceder.

—¿Pasa algo? —pregunté, acercándome.

Él levantó la vista de su teléfono y me sonrió.

—Sí, pero es algo bueno. —Pausa—. Muy bueno.



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En el texto hay: romance y humor, chiklit, muchos novios

Editado: 27.10.2025

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