Corazón de Veleta

52.-Barman

No sé en qué momento me convertí en la clase de persona que va sola a un bar un jueves por la noche. Tal vez fue después de Fernando, ese capítulo intermedio entre el desastre emocional de Javier y la actual calma caótica que llamo “mi vida en reconstrucción”.

El bar era nuevo, lo habían abierto hacía apenas dos semanas en la costanera, con luces cálidas, sillones de terciopelo y un aire de “quiero ser elegante, pero también accesible para los que vienen con ganas de olvidar a su ex”. Tenía el nombre perfecto para eso: El Faro.

Nada más entrar, pensé: “Sí, acá voy a hacer alguna estupidez”. Y, efectivamente, tenía razón.

Me senté en la barra, porque si algo aprendí de Fernando fue que sentarse sola en una mesa es sinónimo de parecer abandonada por un grupo de amigos imaginarios. En la barra, en cambio, hay acción: ruido, música, tragos, y sobre todo, distracción.

Fue entonces cuando lo vi: Alejandro, el barman.

Y no, no era el típico tipo que parece sacado de una campaña de perfume con nombre francés. Era algo mejor.

Tenía ese aire despreocupado de quien sabe que gusta, pero no hace esfuerzo por demostrarlo. Brazos tatuados, sonrisa de medio lado, cabello oscuro con ese toque de desorden que no se compra, y una voz… ¡ay, la voz! Grave, relajada, con la que podría venderte desde una cerveza hasta una suscripción a la vida eterna.

—¿Qué vas a tomar? —me preguntó, apoyando los codos sobre la barra y mirándome con curiosidad genuina.

—Algo que no me haga replantearme mis decisiones amorosas —respondí, sin pensarlo.

Él sonrió, divertido.

—Entonces descartamos el vino. ¿Qué tal un mojito con exceso de menta? Cura casi todo, menos el mal gusto en exnovios.

—Perfecto —dije—. Doble menta, por si acaso.

Mientras preparaba el trago, lo observé en silencio. No sé si era su concentración o la manera en que movía las manos con precisión casi artística, pero había algo hipnótico.

Fernando pintaba cuadros, Alejandro mezclaba líquidos. Uno usaba pinceles, el otro cocteleras. Yo, aparentemente, tenía debilidad por los hombres con vocación creativa… y problemas con el compromiso.

Cuando me entregó el vaso, nuestras manos se rozaron. Fue un segundo, un toque mínimo, pero suficiente para que mi cerebro dijera: alerta, posible tontería en camino.

—¿Y cómo te llamas? —preguntó.

—Amara. Como “amarga”, pero sin la g —dije, haciendo mi clásico chiste introductorio.

Él rió, y su risa fue de esas que te hacen querer seguir diciendo estupideces solo para oírla otra vez.

—Alejandro —dijo, extendiendo su mano—. Como el conquistador. Pero sin caballo ni ejército.

—¿Y sin armadura? —pregunté, arqueando una ceja.

—Depende de la noche —contestó con un guiño.

Ok, sí. Oficialmente me gustaba.

Las horas pasaron entre tragos, bromas y una lista musical que parecía seleccionada por alguien que había vivido exactamente mis últimos cinco años sentimentales. Cada canción era una indirecta emocional: desde “Toxic” de Britney hasta “Don’t Start Now” de Dua Lipa.

Yo hablaba de mi trabajo (publicidad), él contaba anécdotas de borrachos en la barra. Al parecer, en su primera semana de trabajo ya había tenido tres propuestas de matrimonio y una clienta que le dejó su número escrito en una servilleta manchada de margarita.

—¿Y tú? —me preguntó, mientras servía otro trago—. ¿Vienes a olvidar a alguien o a recordar por qué no vale la pena enamorarse?

—Un poco de ambas —admití—. Digamos que estoy en la etapa “relaciones abiertas son lo mío”.

—¿Abiertas? —repitió, apoyándose en la barra, interesado—. Eso suena… moderno.

—Más bien práctico —respondí, encogiéndome de hombros—. Nadie le debe nada a nadie. Nadie se queda esperando un mensaje que nunca llega. Todo es más… liviano.

Alejandro me miró con una mezcla de respeto y picardía.

—Liviano suena bien. Aunque, si te soy honesto, a veces lo liviano es lo que más pesa.

Y ahí fue cuando pensé: oh no, este tipo también sabe hablar profundo. Pésima señal. Porque yo me prometí que el próximo hombre en mi vida debía tener dos cualidades esenciales: sentido del humor y cero ganas de analizar la existencia. Pero claro, yo atraigo filósofos en potencia disfrazados de bartenders.

A las dos horas, ya éramos cómplices de barra. Me había contado que estudiaba fotografía, que el bar era solo un trabajo temporal y que su sueño era abrir su propio estudio. Yo, en cambio, le hablé de mis campañas publicitarias, de clientes insoportables y de cómo había aprendido a usar el sarcasmo como defensa emocional.

—Me gusta eso —dijo—. Que seas sarcástica. Es como un escudo, pero con brillo.

—Brillo resistente al drama —contesté—. Lo venden en pack con independencia emocional y vino tinto.

Él se rió tan fuerte que varios clientes voltearon a mirarnos. Me dio un poco de vergüenza, pero también me encantó.

Pasó el tiempo, y cuando el reloj marcó la una, el bar empezó a vaciarse. Alejandro se quitó el delantal, me miró y dijo:

—Voy a cerrar en media hora. Si te quedas, te invito una copa fuera de horario.

Yo fingí pensarlo, aunque ya sabía la respuesta desde que me sirvió el primer mojito.

—Depende —dije—. ¿Incluye buena música y conversación existencial?

—Solo si prometes no hablar de tu ex.

—Trato hecho.

Cuando bajaron las luces y se cerró la puerta, el bar se transformó. Sin la música alta ni el ruido de vasos, “El Faro” parecía otro lugar: más íntimo, más peligroso.

Alejandro me preparó un cóctel sin nombre, algo con ron, jengibre y una rodaja de naranja caramelizada.

—Esto es improvisado —dijo—. Como la mayoría de las cosas buenas.

Brindamos.

El silencio se llenó con una tensión suave, esa que flota entre dos personas que todavía no se tocan, pero saben que lo harán.

—Así que relaciones abiertas, ¿eh? —dijo, jugueteando con el borde de su vaso—. ¿Y cómo te va con eso?



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En el texto hay: romance y humor, chiklit, muchos novios

Editado: 27.10.2025

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