Hay algo muy sospechoso en los sábados que empiezan demasiado bien.
Despiertas antes del despertador, el clima está perfecto, el café sale con la proporción exacta de espuma, y una vocecita en el fondo de tu cerebro dice: esto huele a problema futuro.
Ese sábado, por ejemplo, decidí que era el día ideal para ir a la playa. Sin planes, sin compañía, sin drama.
Solo yo, mi toalla, mi traje de baño negro —que según Diana me hace parecer “una viuda millonaria en crisis existencial”— y un libro que, seamos honestos, no pensaba leer.
Llegué temprano. El mar estaba en calma, el sol aún no ardía, y la arena parecía prometerme paz.
Extendí la toalla, me quité las sandalias y me metí al agua, disfrutando de ese momento glorioso en el que el cuerpo se acostumbra a la temperatura y todo parece fluir.
Hasta que lo sentí.
Esa sensación de alguien me está mirando.
Miré alrededor. Una pareja de jubilados, un grupo de chicos haciendo surf, una mujer haciendo yoga frente al mar. Nadie sospechoso.
“Relájate, Amara”, me dije. “No todo el mundo te está mirando, no eres el tráiler de una película”.
Aun así, esa inquietud se quedó en el aire, pegajosa, como la arena húmeda que no se despega del tobillo.
Después de un rato, salí del agua, me sequé y me recosté a tomar sol. Me puse los audífonos, cerré los ojos y dejé que el sonido de las olas hiciera lo suyo.
Nada raro pasó.
Bueno, salvo por un tipo con gorra y lentes de sol que pasó caminando con su perro por la orilla tres veces. Pero supuse que simplemente estaba haciendo ejercicio.
O espiándome.
O ambas.
Pero elegí la versión fitness, porque ya me conozco y no necesitaba otra paranoia en mi lista.
El domingo, decidí seguir con la racha madrugadora.
Fui al mercado de pescado.
Diana dice que solo una mujer emocionalmente inestable se levanta un domingo a las siete para comprar merluza, pero ¿qué sabe ella? Yo llamo a eso autocuidado con olor a mar.
El mercado olía, bueno, como todo mercado de pescado: una mezcla entre océano, sal y decisiones cuestionables. Caminé entre los puestos, esquivando hielo derretido, pescados brillantes y vendedores gritones.
Mientras elegía unos camarones frescos, sentí otra vez esa mirada.
No la de los camarones, obviamente. Una mirada humana, insistente.
Me giré disimuladamente.
Nada. Solo un hombre de espaldas, con gorra otra vez.
“Amara, cálmate”, me repetí. “No todo el mundo en gorra es un acosador. Algunos solo tienen mal pelo”.
Pagó mi compra, salí del mercado y me reí sola.
Definitivamente estaba viendo demasiadas series de suspenso.
El fin de semana siguiente, todo lo raro quedó en pausa.
Era sábado otra vez, pero esta vez no fui ni a la playa ni al mercado. Tenía la cena de empresa del semestre, esas donde todos fingen llevarse bien y medir el éxito por el tamaño de los canapés.
Diana y yo pasamos la tarde arreglándonos.
Vivir con tu mejor amiga tiene ventajas —compartes maquillaje, ropa y dramas sentimentales—, pero también desventajas: críticas constantes a tu peinado.
—¿De verdad vas a ir con ese vestido beige? —preguntó, mirándome como si acabara de anunciar que pensaba asistir en pijama.
—Sí. Es elegante.
—Es aburrido. Pareces la versión corporativa de una nube.
—Es una cena de empresa, no una alfombra roja.
—Exacto. Por eso necesitas destacar. Si no, terminarás en la mesa del fondo con los contadores.
Suspiro. A veces siento que Diana debería ser mi representante.
Después de un debate de veinte minutos y tres cambios de vestido, terminé usando uno rojo oscuro que ella definió como “atrevido pero no arrestable”.
Y, la verdad, me veía bien. Sin modestia, solo datos.
El restaurante era el mejor de la ciudad, de esos donde las porciones son tan pequeñas que uno considera detenerse por un sándwich en el camino de vuelta.
Luces suaves, música de fondo, copas finas y meseros que parecían salidos de un comercial.
Nuestra mesa estaba cerca de la cocina, lo cual siempre es buena señal en estos lugares: se escuchaban risas, el tintineo de platos, y ese murmullo de chefs en su hábitat natural.
Todo transcurría normal —la típica conversación sobre objetivos laborales que nadie cumpliría— hasta que él apareció.
El chef.
En persona.
Alto, delgado, con ese aire de seguridad que da saber que todos están disfrutando de tu comida. Llevaba el uniforme blanco impoluto, el delantal negro y una sonrisa de quien podría cocinarte y conquistarte en el mismo movimiento.
—Buenas noches —dijo, acercándose a la mesa con una voz que sonaba a jazz lento—. Soy Christian D’Amico, chef ejecutivo del restaurante. Solo quería agradecerles por venir y esperando que estén disfrutando la cena.
Agradecimientos, risas educadas, aplausos suaves. Todo dentro de lo normal.
Hasta que me miró.
No un vistazo rápido de cortesía, no. Me miró.
Como si hubiera olvidado que estaba en una mesa con diez personas más.
Yo, en respuesta, hice lo más maduro posible: agarré mi copa y bebí un trago enorme de vino.
—Todo excelente, chef —dije, intentando sonar profesional y no como una adolescente viendo a su ídolo de cocina por primera vez.
—Me alegra —respondió, sin dejar de mirarme—. Si hay algo que pueda hacer por ti, por favor, házmelo saber. Estoy disponible para lo que desees.
Mi cerebro: ERROR. DEMASIADA INFORMACIÓN. REINICIANDO SISTEMA.
Diana, obviamente, notó todo.
Porque si hay algo que ella disfruta más que comer gratis, es verme perder la compostura.
—Oh, chef D’Amico —dijo con una sonrisa inocente que era pura malicia—, tenga cuidado con lo que ofrece. Amara tiene una lista larga de “deseos pendientes”.
Él rió, mirándome con picardía.
Yo sentí que mi cara alcanzaba niveles de temperatura dignos de horno industrial.