Corazón de Veleta

54.-Chef

Hay correos que huelen a trampa desde el asunto.

Y el que decía “Propuesta de colaboración – Restaurante D’Amico” era uno de esos.

Lo abrí un lunes por la mañana, con el pelo hecho un nido y café en mano. Apenas leí las primeras líneas, ya estaba sonriendo como una idiota.

“Estimada Amara,

Soy Christian D’Amico. Me encantó conversar brevemente con usted durante la cena de su empresa.

Estoy buscando renovar la imagen del restaurante y me gustaría reunirme con usted para discutir una colaboración profesional.

Si tiene disponibilidad, podríamos reunirnos el jueves por la noche, después del servicio.

Atentamente, Christian D’Amico”

Ah, claro. Profesional. Completamente profesional.

Porque todos los chefs guapos invitan a extrañas a su restaurante vacío de noche para hablar de marketing.

Giré la pantalla hacia Diana, que estaba en el sillón con un tazón de cereal y cara de juicio preprogramado.

—Mira esto —dije.

—¿Qué? —preguntó sin levantar la vista.

—Correo de Christian D’Amico.

—¿El chef sexy del restaurante que te miró como si fueras el ultimo postre en vitrina?

—Ese mismo.

—Y ahora te escribe para una colaboración. Claro. Profesional, sin segundas intenciones. Como cuando Alejandro “te invita a probar cócteles nuevos” y terminas en su departamento probando otras combinaciones.

—Diana, no todo el mundo tiene segundas intenciones.

—Amara, por favor. La única gente que dice “colaboración profesional” después de una cena es la que quiere mezclar el negocio con placer.

Suspiro.

Tenía razón, pero jamás se lo admitiría.

—Voy a ir —dije finalmente, revisando la hora.

—Por supuesto que vas a ir —respondió con una sonrisa diabólica—. Pero no con esa ropa de oficinista triste. Ponte el vestido azul. Ese que Alejandro odia porque dice que “da ideas equivocadas”.

—¡No me visto pensando en lo que Alejandro aprueba! —protesté.

—Obvio que no. Pero da la casualidad de que cuando te lo pones, todos los hombres deciden reconsiderar sus decisiones de vida.

Rodé los ojos. Diana, como siempre, tenía el talento de convertir cualquier decisión en comedia romántica.

Jueves por la noche.

El restaurante estaba cerrado al público, pero las luces cálidas y el aroma a pan recién horneado hacían que todo pareciera sacado de una película.

Christian estaba esperándome junto a la barra, sin chaqueta de chef, camisa blanca remangada, sonrisa lista para matar.

Y yo, por supuesto, fingiendo profesionalismo.

—Amara —dijo, pronunciando mi nombre con ese acento perfecto que podría derretir mantequilla—. Me alegra que hayas venido.

—Bueno, cuando un chef famoso te invita a su restaurante vacío, sería de mala educación decir que no.

—Prometo que es por trabajo. Pero pensé que un vino ayudaría a inspirarnos.

—Por supuesto. Las mejores ideas de marketing nacen con una copa de vino —respondí, cruzando las piernas con mi mejor aire de ejecutiva funcional.

Nos sentamos cerca de la cocina abierta. Un par de empleados terminaban de limpiar, pero el resto del lugar estaba en calma.

—Estoy pensando en renovar la imagen del restaurante —empezó—. Quiero hacerlo más humano, más emocional. Mostrar que comer aquí no es solo un placer, sino una experiencia sensorial.

—Podríamos usar storytelling —respondí—. Mostrar los procesos, la historia detrás de cada plato. Las emociones conectan con los clientes.

Él asintió, pero su mirada no estaba precisamente en mis ideas.

Más bien, en mi boca.

—Me gusta cómo hablas de emociones —dijo.

—Es parte del trabajo —repuse, riendo—. Las emociones venden.

—Y a veces se contagian.

Mi cerebro gritó bandera roja, pero mis mejillas no cooperaron.

Después del análisis de branding vino la “degustación de concepto”. Traducción: Christian desapareció unos minutos y regresó con un plato de pasta recién hecha.

—Esto no estaba en el presupuesto —bromeé.

—Considera que es una muestra del producto.

Probé un bocado y casi firmo contrato, acuerdo de confidencialidad y matrimonio en el mismo segundo.

—Wow. Esto podría inspirar religiones nuevas.

—¿Tan bueno está?

—No lo sé, pero si me cocinas así, podría cambiar mi opinión sobre los hombres que llevan delantal.

Él sonrió. De esa manera suave, peligrosa, con la que uno sabe que está a segundos de perder la compostura.

—¿Y tú? —preguntó de pronto—. ¿Trabajas mucho los fines de semana?

—Depende. Si hay algo interesante, sí.

—¿Y si te propongo seguir conversando el sábado?

Ajá. El momento “propuesta profesional” había evolucionado a “cita camuflada en productividad”.

—Tendría que consultarlo con mi agenda —respondí con dramatismo—. Y con mi barman personal, que podría sentirse desplazado.

—¿Barman? —preguntó, con una sonrisa apenas contenida.

—Sí, nos vemos desde hace un tiempo. Es… una relación abierta.

Dije eso con la calma de quien menciona que tiene un gato, pero él pareció realmente interesado.

—Relación abierta —repitió—. Me gusta la idea de las cosas sin etiquetas.

—A mí también. Es práctico, emocionalmente sostenible y reduce los dramas.

Él soltó una risa baja.

—Y sin embargo, hay algo muy poco “abierto” en la forma en que me miras.

Toqué el borde de mi copa.

—Eso es solo mi cara de concentración. Profesionalismo puro.

Terminamos la reunión entre risas, vino y silencios demasiado cómodos. Cuando me acompañó a la puerta, dijo:

—Te llamaré para afinar detalles.

—Perfecto —contesté—. Y recuerda que las campañas más efectivas se basan en una buena historia.

—Entonces habrá que escribir una.

Diana estaba esperándome en casa con una mascarilla facial verde y un tazón de palomitas.

—¡Por fin! —gritó cuando me vio—. Pensé que te había secuestrado y convertido en su sous-chef.



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En el texto hay: romance y humor, chiklit, muchos novios

Editado: 27.10.2025

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