El viernes empezó con esa calma engañosa que uno siente justo antes de que ocurra algo inesperado… pero agradable. Mientras revisaba mi correo, escuchando un playlist de canciones que no me decían mucho más que “esto es viernes y no tienes responsabilidades inmediatas”, no podía evitar pensar en Alejandro.
Sí, lo admito: mi mente tenía la tendencia de saltar del café a la costanera, del correo a los recuerdos de nuestras risas compartidas.
Y, aunque yo trataba de mantener la compostura, había algo en saber que esa noche me esperaba un rato con él que me hacía sentir ligera, animada, como si el mundo entero hubiera decidido esperar fuera de mi apartamento.
Me vestí con algo cómodo pero atractivo: una combinación que decía “sí, puedo divertirme, pero también sé lo que quiero”. Mis botas negras ligeramente gastadas, un pantalón ajustado, una blusa suelta que dejaba apenas entrever mis hombros. Me miré al espejo y asentí: perfecta para Alejandro.
Perfecta para lo que iba a ser un viernes de carcajadas y complicidad.
Caminé hacia El Faro, el pub donde trabajaba, y donde la luz cálida y la música suave creaban un ambiente que era mitad santuario, mitad escenario. Me acomodé en la barra, sacando el teléfono para fingir concentración, mientras contaba los minutos hasta que él apareciera.
Cada vez que alguien entraba, mi corazón daba un pequeño salto, solo para calmarse cuando no era él. Hasta que finalmente apareció, con la camisa remangada, el cabello ligeramente desordenado y esa sonrisa que parecía diseñada para desarmar defensas emocionales.
—Hola, belleza —dijo, abrazándome con fuerza—. ¿Lista para una noche de jazz, cerveza y caos controlado?
—Totalmente —contesté, sonriendo de oreja a oreja—. Y con mucha cerveza, claro.
Me guiñó un ojo antes de regresar a la barra, y yo me acomodé, disfrutando de esa sensación de seguridad juguetona que solo él podía dar. Su presencia hacía que cualquier pensamiento de la rutina se esfumara, y por un momento, todo el mundo fuera de El Faro desapareciera.
…
Cuando llegamos a su departamento, Alejandro no perdió tiempo. Sacó la guitarra y comenzó a rasguearla suavemente, mientras me miraba con esa mezcla de travesura y concentración que tenía cada vez que tocaba.
—¿Qué estás tocando? —pregunté, sentándome a su lado, tratando de adivinar la melodía.
—Tu canción —dijo con un guiño.
Mi corazón dio un pequeño vuelco. Era la canción “Amara”, esa que Fabian, uno de mis ex, había compuesto para pedirme perdón hace años. La ironía de escucharla ahora, en manos de Alejandro y no de aquel ex-músico dramático, era deliciosa y absurda a la vez.
—¿Sabías que esa canción de verdad me la escribieron a mí? —dije entre risas—. Fue Fabian, uno de mis exes.
Alejandro soltó una carcajada que resonó en la sala.
—¡Oh, esto cambia todo! Ahora no solo es una canción bonita, es historia musical de Amara.
—Historia y drama incluidos —contesté, riendo mientras él continuaba tocando—.
Nos reímos tanto que cualquier vecino que escuchara el alboroto podría haber llamado para quejarse.
Pero eso era parte del encanto: la risa, el desorden controlado, los recuerdos transformados en carcajadas. Alejandro tenía esa habilidad de tomar cualquier momento potencialmente incómodo y convertirlo en algo ligero, divertido y entrañable.
—Oye —dije mientras él pausaba un instante—. ¿Te imaginas si Fabian pudiera escuchar esto?
—Se tiraría de los pelos —dijo Alejandro—. Pero tendría que admitir que su canción fue un éxito… aunque sea para provocar risas años después.
Nos recostamos en el sofá mientras él seguía tocando. Cada rasgueo de guitarra parecía reconstruir recuerdos de mi pasado romántico, pero esta vez teñidos de humor y complicidad. Inventábamos letras absurdas sobre exnovios ridículos y situaciones de la vida que, vistas desde la perspectiva de Alejandro y mía, eran cómicas más que tristes.
—Esta parte debería ser dramática —dijo él, señalando una pausa de la canción—. Pero como todo en tu vida, vamos a ponerle humor.
—Exacto —contesté—. Drama ya tuve suficiente, ahora toca risa, risas y un poquito de caos controlado.
Nos dejamos llevar, cantando con voz desafinada y exagerada, improvisando riffs cómicos, inventando gestos teatrales que nos hacían llorar de risa. Cada momento era un recordatorio de por qué estar con Alejandro no era solo agradable: era un ejercicio en disfrutar la vida sin complicaciones innecesarias.
—Debo decir —dije entre carcajadas— que nunca pensé que Fabian estaría presente de esta manera… en versión broma y risas.
—Eso es lo bueno —contestó Alejandro—. La vida toma los dramas antiguos y los transforma en diversión moderna.
…
Al día siguiente, el sábado amaneció soleado.
Alejandro y yo decidimos ir a la costanera, paseando sin rumbo fijo. El mar reflejaba los rayos del sol y un viento fresco me despeinaba, haciendo que cada paso se sintiera como una escena cinematográfica de comedia romántica, pero con humor irónico incluido.
Probamos helados, miramos barcos, nos detuvimos en puestos de artesanía, nos tomamos selfies tontas. Cada gesto era un recordatorio de que las mejores historias no requieren drama, solo complicidad y risas compartidas.
—Lo mejor de esto —dije mientras nos sentábamos en un banco frente al mar— es que puedo estar contigo y con quien más quiera, y no sentir culpa.
—Eso es lo bueno de las relaciones abiertas —dijo Alejandro—. Sin drama, solo diversión y creatividad emocional.
—Ridículo y perfecto —comenté, señalando un llavero con forma de guitarra en un puesto de artesanía. —Perfecto —dijo él, guiñándome un ojo.
Seguimos paseando, inventando historias absurdas sobre los turistas que pasaban demasiado serios o los perros que parecían tener más vida social que nosotros. Cada comentario nos hacía reír, y cada risa nos acercaba más.
Cuando llegó la hora de que Alejandro regresara al bar, me despedí: