La transferencia a esta ciudad costera no había sido sencilla. El aire húmedo y salado me parecía denso, y el viento constante nunca dejaba de molestarme. No me acostumbraba al clima; la brisa me erizaba la piel incluso cuando la temperatura no era baja. Cada mañana que sacaba a pasear al perro de mi vecina se convertía en un ejercicio de adaptación, de tolerancia al ambiente que no había elegido pero que debía aceptar.
Ese día, mientras caminaba despacio por la orilla, noté una figura a lo lejos. Al principio no quise creerlo. No podía saber con certeza que fuera ella. Llevaba un sombrero ancho y unas gafas de sol, lo que ocultaba sus rasgos más reconocibles. Pero había algo en su postura, en la manera en que se movía, que activó un recuerdo inmediato, punzante: Amara Díaz.
Di la primera vuelta alrededor de la playa, observando desde lejos, evaluando. No podía acercarme sin estar seguro. Recordé cómo era ella de memoria: sus ojos grises, penetrantes y claros; el cabello rubio, largo y ondulado, que caía sobre sus hombros como olas ligeras; la piel trigueña, cálida y suave en mi recuerdo; su figura de reloj de arena, perfecta y equilibrada en cada curva; y esa aura atrayente y magnética que parecía envolverte incluso cuando no estaba presente.
Di una segunda vuelta, manteniendo al perro a mi lado, midiendo la distancia y observando la forma en que se recostaba. No podía confirmar que fuera ella. La memoria era poderosa, pero podía estar jugando trucos. Sin embargo, cada gesto activaba algo más profundo, algo que reconocía al instante, y que me hizo dar una tercera vuelta, más lenta, más consciente.
Mi respiración se volvió más profunda, más deliberada. La arena se filtraba entre mis zapatos mientras el viento movía su sombrero y parte de su cabello, dificultando aún más mi percepción. Quería estar seguro, necesitaba confirmarlo antes de acercarme. Cada paso era medido, cada mirada calculada, mientras mi mente repasaba recuerdos que habían permanecido en silencio desde la última vez que la había visto.
Recordé aquel momento lejano, cuando recibí la invitación a su boda con Javier. La fecha, la tipografía, la tarjeta cuidadosamente diseñada. La ceremonia que nunca ocurrió, cancelada un mes antes.
Pensé en la cafetera profesional que le había comprado de regalo, un detalle que no llegaría a sus manos y que se terminó quedando conmigo. Aprender a usarla se convirtió en un acto de disciplina: medir el café, controlar la temperatura, espumar la leche con precisión. Ahora no podía tomar café que no fuera hecho por mí mismo. Cada taza era un pequeño ritual de control, una forma de mantener cierta estabilidad mientras el mundo a mi alrededor continuaba cambiando.
Di un paso más cerca, deteniéndome para observar cómo se movía. La figura a lo lejos me recordaba a Amara, pero no podía asegurarlo. Cada inclinación de cabeza, cada gesto del cuerpo, activaba imágenes de cómo la recordaba, más que de cómo realmente estaba frente a mí. Me mantuve en silencio, evaluando, consciente de que un paso en falso podría romper la delicadeza del momento.
Con el perro a mi lado, respiré hondo y di otra vuelta, esta vez tratando de fijarme en detalles que pudieran confirmar mi intuición. La manera en que se sentaba, cómo sujetaba el sombrero con una mano mientras la otra se apoyaba en la toalla… todo parecía familiar. Sin embargo, aún no podía garantizar que fuera ella. La memoria me jugaba a favor y en contra al mismo tiempo.
Finalmente, después de tres vueltas y muchos pasos medidos, decidí detenerme. Observé el reflejo del sol en su piel y en la arena alrededor, y sentí una mezcla de alivio y tensión. Sabía que, si realmente era Amara, aquel encuentro inesperado no solo removería recuerdos, sino que también pondría a prueba mi capacidad de mantener la calma.
Y allí, en la playa, con el viento constante y el sonido de las olas llenando el aire, me quedé quieto, evaluando, respirando, tratando de decidir cuál sería el próximo paso. No la había saludado. No había hecho nada más que confirmar lo que mi memoria insistía en recordarme: había encontrado a Amara Díaz. Y eso, silencioso y sorprendente, bastaba por ahora.
…
Al día siguiente, el aire costero seguía fresco, aunque menos agresivo que el día anterior. Caminaba por el terminal pesquero, ajustando la bufanda alrededor del cuello y asegurándome de no resbalar en las zonas húmedas del piso.
La ciudad estaba despertando, los vendedores levantando sus puestos y colocando los pescados y mariscos recién traídos del puerto, y yo, como siempre, moviéndome con cierta cautela, evitando el contacto innecesario con los compradores más ruidosos.
Al principio fue solo un instante: un cabello rubio que caía sobre los hombros de alguien, la piel trigueña que resaltaba bajo la luz tenue del mercado, esa postura ligera y natural que me era imposible confundir. Respiré hondo y me detuve. Sí, era ella. Definitivamente era Amara.
Esta vez no había dudas: la memoria se había encontrado con la realidad y coincidía en cada detalle. Y sin embargo, algo me impedía acercarme. Una mezcla de respeto, sorpresa y… tal vez miedo, me mantenía a unos metros de distancia, observando desde lejos mientras ella seleccionaba mariscos con cuidado, su atención concentrada, casi como si estuviera en su propio mundo.
Mientras la observaba, mi mente retrocedió, inevitablemente, a la primera vez que la conocí.
Era un viernes cualquiera, uno de esos días en los que el trabajo parecía no terminar nunca. Yo, concentrado en mi ordenador, intentando resolver un cálculo complicado, me quedé más tiempo del que debía trabajando en mi departamento.
El reloj marcaba cerca de las tres de la mañana cuando la música estalló a todo volumen desde el departamento del lado. Un reguetón estridente, “Titi me preguntó”, como si el mundo hubiese decidido recordarme que la noche también existía fuera de mis cálculos y planos.